Pasados que desafían al presente pero no pueden con él y tristezas, que bien fotografiadas, iluminadas y dosificadas por el realizador polaco Pawel Pawlikowski adquieren una belleza tan sencilla como espectacular. La película Ida, una de las mejores opciones para disfrutar en las salas durante esta Fiesta del Cine, nos propone un viaje a la Polonia de los sesenta, etapa en la que el país lamía sus heridas tras los siete millones de muertos que en él dejó la II Guerra Mundial. Entre ellos figuran los padres de la joven novicia que protagoniza esta historia, quien se embarca con Wanda, su tía jueza, comunista y alcohólica en la búsqueda de los cuerpos de su familia judía, en definitiva, de sus raíces. En el camino, conoce mundos terrenales novedosos que le invitan a cuestionarse su vocación pero que no logran quebrantarla. Es la única figura de la obra en la que tienen espacio la pureza, la posibilidad del cambio y la esperanza.
En Ida encontramos ternura en la más cruda tragedia y silencios y miradas fijas en lugar de palabras de venganza. Cada escenario de los (escasos) presentes en el filme y cada uno de sus (también muy pocos) personajes albergan mucho dolor y un pasado de tormento, pero éstos no se transmiten de forma evidente, sólo latente. El sufrimiento no se grita pero está presente en cada plano y en cada cabeza baja, del asesino, de la novicia y de Wanda, incapaz de encontrar futuro cuando su pasado le ha sido robado y ni perdona ni olvida.
Es llamativo el formato 4:3 que Pawlikowski utiliza en esta película, rodada enteramente en blanco y negro; en un principio lo utilizó como recurso para dar a la obra un tono meditativo y atemporal, pero paulatinamente, a medida que el rodaje avanzaba, ganó significados: los personajes ubicados en la parte baja del cuadro crecen en intensidad expresiva y nos resultan vencidos por su entorno o impulsados por él.
En definitiva, Ida habla de identidades individuales y de si éstas pueden o deben transformarse, del peso (determinante o no) de nuestra historia familiar, de la fuerza de la propia fe, entendida como una religiosidad personal y no convencional ni impuesta y de la fragilidad de los vínculos personales, también de los familiares. No obstante, no se formulan respuestas sobre estas cuestiones, sólo preguntas; no hay didactismo ni se proponen normas morales rígidas, sólo se plantean debates más propensos a la reflexión individual que a la colectiva.
Con todo, tanto o más que el tratamiento de su temática, en Ida destaca la estética de cada uno de sus planos, austera pero enormemente cuidada.
PUEDE GUSTARTE SI DISFRUTASTE CON… Cenizas y diamantes de Wajda, Vivir la vida de Godard