El sacrificio de un ciervo sagrado, la tenebrosa expiación

15/12/2017

Lanthimos. El sacrificio de un ciervo sagradoEn pasados que siempre vuelven, culpas a las que hay que hacer frente más tarde o más temprano y expiaciones ha buceado el cine muchas veces, pero no recordamos ocasión en que nos hablarán de redimir errores con la crueldad, la implacabilidad y el nihilismo que maneja Yorgos Lanthimos en El sacrificio de un ciervo sagrado. No son rasgos nuevos en su cine, pero si en Langosta o Alps aplicaba un humor frío al plantear situaciones que escapaban a la razón, esta vez el director griego ha elegido colocar al espectador en una posición de tensión e incomodidad mucho mayores.

Quedando atrapados en una trama de horror fino, esperando con un disfrute raro un desenlace que intuimos pero no queremos saber, nos hace sentir voyeurs pérfidos del mal terrible ajeno en mayor medida que en el resto de sus películas, todas ellas rarezas que nos hacen plantearnos si su bizarrismo y violencia supera o no lo real. Lo hace, además, cuidando al máximo la fotografía y desplegando una banda sonora clásica elegida con mimo y elegancia: la belleza nos atrae y, en un principio, no nos pone en guardia.

Stephen Murphy (Colin Farrell) es un acomodado cirujano con vidas en sus manos, un semidios que pierde sus cualidades divinas cuando aparca el instrumental y se quita los guantes. Entonces es uno más, expuesto a los males del mundo, padre y esposo en una familia aparentemente común e interiormente inquietante, en la que no fluye el sentimiento. Si algún personaje o retazo de historia parece convencional en el cine de Lanthimos, desechad la idea: no durará.

Cierta vez, Stephen no fue un dios todopoderoso en el quirófano: bebió de más y causó la muerte a un hombre. Nunca ha reconocido a nadie su responsabilidad, y seguirá sin hacerlo, pero algo nos hace pensar que interiormente, y de forma consciente o inconsciente, la ha asumido: se reúne frecuentemente con el hijo del fallecido, Steven (Barry Keoghan) y, con toda la cercanía interpersonal que deja ver el director –fijaos en esos mecánicos abrazos– cuida de su bienestar. Pero un día esa cercanía con el chico, adolescente, deviene acoso por su parte, Stephen introduce distancias y… comienza la tragedia, griega.

Llega entonces la hora de expiar aquel alcohol y el camino, impuesto por Steven –primero dulce huérfano, luego malvado ejecutor de una ley cruel–, será el viejo procedimiento del ojo por ojo: Stephen deberá sacrificar a su mujer (Nicole Kidman) o a uno de sus hijos si quiere evitar que todos ellos, uno detrás de otro, se sumerjan en una espiral macabra que incluye la pérdida de movilidad, el abandono de la comida y, finalmente, la muerte.

El argumento, el dilema moral y las reacciones de cada uno de los personajes (empezando por la resignación oscura de su hija adolescente, enamorada de Steven) son dignos de un drama grecolatino; lo que resulta tremendamente contemporáneo es la incertidumbre continua e insana que el espectador experimenta ante una trama en la que no hay quien no sea víctima de un destino feroz e irremediable.

Sangre y secretos en escenarios pulcros y desinfectados.

 

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