El otro lado de Kaurismäki

11/04/2017

El otro lado de la esperanza, Aki KaurismäkiKaurismäki es un tipo muy coherente y sus películas tienen mucho que ver con sus entrevistas y con la que parece ser su personalidad: cuenta cosas muy serias de manera muy absurda, nunca al revés; no teme a la exageración y es capaz de bromear incluso con su posible suicidio.

Ahora presenta en cines El otro lado de la esperanza, el segundo capítulo, tras El Havre, de la que suponemos será una trilogía dedicada al drama de los refugiados. En este caso sitúa la acción en Finlandia, su país, para alternar, en una primera parte del filme, las desventuras de un finlandés recién divorciado (Wikström) y de un inmigrante sirio recién llegado allí (Khaled). Aparentemente uno y otro no tienen mucho en común, pero no deja de tratarse de dos personajes en huida, y en su búsqueda de una vida mejor su suerte se cruza en un restaurante. Se conocen a puñetazos, pero en ese bar cutre de la desdicha, donde transcurre fundamentalmente la segunda parte de la película, estrechan lazos, los lazos que legalmente Finlandia se niega a conceder a Khaled. Porque ese es el meollo de la propuesta de Kaurismäki: poner claro, con múltiples capas de humor muy personal mediante, que la solidaridad civil está supliendo la ayuda oficial a quienes escapan de la guerra siria.

No puede el cineasta dejar más clara su postura cuando presenta a Khaled explicando su periplo y su tragedia familiar ante funcionarios asépticos o en ese juicio perdido de antemano en el que se le niega el asilo porque la situación en su ciudad, Aleppo, no es para tanto. Pero la bandera de Kaurismäki no es la de la crítica que no va más allá, así que la une a episodios líricos, humanistas, de solidaridad con sus compañeros en el centro de internamiento en el que reside al principio y después con los trabajadores de ese restaurante donde no se cocina para el que Wikström le contrata. Así que, sí, hay drama y hay ternura, pero siempre tapizados por el sello casi dadá del director, tan personal como carente de pretensiones.

La ética que parece proponer es instintiva, una moral que no debería tener que reivindicarse por ser natural y que no merece, precisamente por esa razón, discursos densos. Khaled y Wikström, en los entornos tan extravagantes y a la vez con rasgos tan reconocibles en los que se mueven, generan empatía sin ser personajes redondos y sin apelar de forma directa al espectador, ni reírse ni llorar ni casi mover una ceja. Y porque no busca contentarnos, y lo suyo es un ejercicio de estilo, no crea el finlandés un desenlace feliz.

A subrayar la fotografía y su cuidado de la luz (hay un plano de Wikström en su restaurante con pared roja memorable) y los retazos brillantes de guion (ese consejo impagable de refugiado a refugiado, que vale para todo en la vida, de no poner cara de triste, porque expulsan antes a los melancólicos, pero tampoco reírse demasiado).

El otro lado de la esperanza, Aki Kaurismäki

 

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