El insulto, a las escuelas

20/03/2018

El insulto. Ziad DoueiriLa película de Ziad Doueiri que no obtuvo el Óscar a la Mejor Película Extranjera en la última edición de los premios es una parábola apta para todos los contextos y de la que cualquiera puede obtener sus lecturas, la historia de un juicio en el que los testimonios importan más que el veredicto y este no pertenece tanto a la juez como al espectador.

En un barrio de Beirut, un canalón de un vecino de un barrio cristiano riega la calle y un trabajador palestino se dispone a arreglarlo; el primero prefiere romperlo y el segundo, en mala hora, lo insulta: capullo de mierda. Una reacción natural cuando a uno le destrozan la faena es el inicio, banal como todos, de un conflicto que desemboca en el deseo de una aniquilación y en un par de puñetazos y que termina cambiando las vidas de los implicados, extendiéndose al país y poniendo en jaque la moralidad de todos al dirimirse en un juicio (este puede ser, en adelante, un nuevo clásico de tribunales) en el que los dos bandos tienen que perder y nadie va a ganar. Un pleito en el que estamos todos porque en él se discute si puede justificarse la violencia como reacción ante ciertas provocaciones, si el sufrimiento es monopolio del que siempre se queja, si odiar puede ser delito cuando el rencor se hace palabra y si el pasado puede explicar el presente.

La densidad de contenido alcanzada en ese juicio gracias, en buena medida, a una pareja de abogados –padre e hija–brillantes, y ambos humanistas, y el buen ritmo y la intensidad con la que Doueiri nos atrapa en la trama son tales que el espectador no puede despegar los ojos de la pantalla, aunque sea pronto consciente de que no hay tribunal que pueda dictar sentencia sobre la reacción humana ante dolores que trascienden a las personas y que, en esa región, tienen raíces hondas. Sin embargo, El insulto sí acierta a proponer al espectador conclusiones, pocas pero valiosas: la de que cada uno es dueño de su sufrimiento, que este no puede ser juzgado por terceros, solo reconocido; que pedir disculpas es un acto valioso y no vergonzoso y que, dado que cada cual arrastra sus agravios y tiene alguna razón para ello, es mejor no jugar a excitarlos desde la inquina.

Ese material sensible solo podía ser tratado –y Doueiri lo logra– con mucha sencillez en el planteamiento pero dotando de complejidad a los personajes; si en un principio atisbamos un carácter autoritario en el cristiano y bondad en el palestino, cualquier posible maniqueísmo se diluye a medida que avanza el relato y ambos acercan posturas, muy paulatinamente y más a partir de miradas y gestos que de palabras. Ese proceso culmina en una mirada de reconocimiento final, una aceptación –aún desde la distancia– de las diferencias y del valor ajeno al margen de que sea o no posible la proximidad.

El mensaje de El insulto es poderoso en favor del respeto y de la paz, pero de una paz que conlleva trabajo y reflexión, no solo buenismo y paciencia. Os recomendamos no perdéroslo: gana en su avance respecto a los primeros compases y nos ha hecho recordar otra gran película reciente sobre las dificultades y la necesidad de encontrar a las personas tras las naciones y las religiones: Mandarinas.

 

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