El discreto encanto de la burguesía: nada como el martini seco

13/01/2020

Si una anécdota puede definir una película, esa es la de la concesión de los premios Óscar en 1972. Cuando se hizo oficialmente pública la candidatura de El discreto encanto de la burguesía a Mejor Película Extranjera, Luis Buñuel, que por entonces contaba 72 años, declaró a la prensa mexicana que no tenía dudas de que su obra sería galardonada: había pagado religiosamente los 25.000 dólares que costaba la victoria. Añadió que los estadounidenses a veces fallaban, pero que no faltaban a su palabra.

Cuando sus declaraciones se publicaron, todo Hollywood protestó y el productor de la película, Serge Silberman, tuvo problemas serios para contener la ola de indignación que se gestó. En efecto, El discreto encanto de la burguesía se hizo con el Óscar y Buñuel volvió a las andadas, reafirmándose: Los norteamericanos tendrán sus defectos, pero siempre cumplen su palabra.

El discreto encanto de la burguesía. Luis BuñuelPara el que sería su antepenúltimo filme, el viejo maestro del escándalo volvió a desatar bestias surrealistas, aunque la estética turbadora propia de su primer trabajo junto a Salvador Dalí, Un perro andaluz (1929), quedaba ya lejos. Se trataba de la sequedad de un cineasta de mente abierta con una larga carrera a sus espaldas que, tras años de exilio, ya no tenía necesidad de demostrar que su creación era anárquica y subversiva: hablamos de una película sin argumento cuyos personajes pueden parecer marionetas sin alma que bailan en un llamativo decorado.

Pero reducir la película a esa descripción pasaría por alto su contenido revolucionario: hablamos de un grotesco carnaval cinematográfico dedicado a vapulear los valores y clichés imperantes en la clase burguesa. Su trama puede resumirse fácilmente: seis personas adineradas intentan celebrar una lujosa cena en un ambiente exquisito, de calma y paz. Pero siempre se lo impide algún obstáculo: se equivocan enigmáticamente de fecha, hay un fallecimiento en el restaurante, o, cuando intentan quedar, se les presenta en casa un equipo de paracaidistas en maniobras. Cuando el grupo, al fin, logra reunirse, ya han tomado asiento y se disponen a comer, los encontramos en un escenario frente a un pollo de goma asado mientras, a su espalda, los espectadores no paran de gritarles porque aún no han empezado a declamar el texto.

Esta última escena no es la única que, finalmente, se revela como el sueño de uno de los protagonistas. Otros sucesos oníricos trastornan al grupo, que nunca consigue sentarse a la mesa, de forma que sus deseos, tan civilizados como superficiales, nunca se cumplen. En un determinado momento, asistimos a un sueño dentro de un sueño: según avanza la película, los espectadores tenemos cada vez menos referencias. El mundo real y el onírico se mezclan para alumbrar una realidad nueva: el surrealismo cinematográfico.

Pese a todo, este carnaval desencadenado no consigue que la media docena de burgueses protagonistas pierdan las formas: se aferran teatralmente a sus actitudes supuestamente cultivadas y a sus gestos amables en los que puede olerse de lejos la hipocresía. Más que literalmente, no pierden los papeles (porque en realidad nunca dejan de interpretarlos), poniéndose y quitándose las máscaras de las apariencias y la meticulosidad.

Buñuel ofrece un regalo envenenado a los espectadores en esta peli explosiva: una agudeza y una sequedad difícilmente olvidables (también una receta, dicen que valiosa, de Martini extra seco). El discreto encanto… es un lobo con piel de cordero: el juego desplegado por Buñuel va tan lejos que podemos llegar a descubrirnos buscando simpatía por las mínimas vulgaridades que los personajes intercalan con bastante naturalidad en su discurso o dejan patentes en sus gestos indolentes. Algunos sienten el vértigo que produce el placer ante la desgracia ajena.

Dijo Die Zeit: La grandeza presuntuosa del título de la película caracteriza a la propia burguesía, el trazo visual del filme y el método analítico de Buñuel. Ningún director demuestra semejante distanciamiento, pasividad e indiferencia aparentes frente a sus personajes, ninguno les deja en libertad tan incondicional para que se dejen persuadir por un ambiente, una atmósfera y sean en cada escena algo nuevo, diferente.

Acabaremos subrayando el trabajo de Fernando Rey. Participó en tantas películas que es casi seguro que cualquiera lo haya visto en alguna ocasión, sea o no consciente; y por breves que fueran sus apariciones, siempre estaba a la altura. Su filmografía consta de casi doscientas cintas, y de entre todas, le dieron especial celebridad las que le brindó el mismo Buñuel, del que fue gran amigo; también Contra el imperio de la droga (1971) y French Connection II (1975). Encarnó en ellas a un distinguido narcotraficante francés que se enfrenta a un investigador neoyorquino pequeñoburgués y mordaz (Gene Hackman). Su persecución en el metro ha pasado a la historia: la escena en la que Rey, con su barba cuidada y su manera elegante de manejar el bastón, saluda con aire de suficiencia a su perseguidor desde el tren mientras este se queda en el andén es insuperable. Decadencia y galantería.

Sus colaboraciones con Buñuel comenzaron en México, con Viridiana (1961). Después llegaron Tristana (1969-1970), El discreto encanto y Ese oscuro objeto de deseo (1977), la última obra del director. Es difícil de creer, pero el aragonés descubrió a Rey mientras interpretaba… a un cadáver y quedó impresionado con su enorme “expresividad”. Fue un encuentro, parece, dictado por el destino.

El discreto encanto de la burguesía. Luis Buñuel

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