Este año celebramos a Buero Vallejo porque su obra dramática es un caso único en la posguerra, y su peripecia vital no fue ajena al significado trágico de su teatro. Nació en Guadalajara en 1916, hace ahora un siglo, y allí transcurrieron sus primeros años.
Su vocación primera fue la pintura, aunque pronto leería con fruición a Ibsen y Bernard Shaw, y poco antes de la Guerra Civil su padre, que era militar, fue trasladado a Madrid, donde Buero cursó estudios en la Escuela de Bellas Artes y conoció el ambiente intelectual de entonces en la capital.
Aunque no participó activamente en la guerra, dada la militancia de su padre fue detenido al final de la misma, cuando estaba a punto de exiliarse. Fue condenado a muerte por “adherirse a la rebelión”, pero su pena fue conmutada y pasó por varias cárceles españolas. En una de ellas conoció a Miguel Hernández, de quien se hizo amigo y a quien retrató en la prisión de Torrijos.
En 1946 obtuvo la libertad condicional y fue entonces cuando escribió Historia de una escalera, que obtuvo el Premio Lope de Vega. En su estreno, fue una sorpresa: llevaba la temática social a los escenarios y enlazaba así el teatro de posguerra con el drama anterior a la misma, aunque muy renovado en forma y técnica.
Con esta obra comienza su carrera conocida, aunque algo antes había escrito En la ardiente oscuridad, representada en 1950, a la que siguieron La tejedora de sueños (1952), Madrugada (1953), Irene o el tesoro (1954), Hoy es fiesta (1956), Un soñador para un pueblo, en ese mismo año, basada en el motín de Esquilache; Las Meninas (1960), con Velázquez como protagonista; El concierto de San Ovidio (1962), sobre la explotación de unos ciegos por un empresario poco escrupuloso; la futurista El tragaluz (1967), La doble historia del doctor Valmy (1968), La llegada de los dioses (1971) o La Fundación (1974), entre otras. Su producción no es muy extensa, pero sí suficiente para hacer destacar a Buero en el panorama teatral de la posguerra.
A la hora de estructurarla, hay quien habla de una primera etapa de carácter existencial, que llegaría hasta 1965, en la que predomina la preocupación por el destino del hombre en personajes que encarnan la condición dolorosa de seres marginados en lo social y lúcidos en lo intelectual. Por ejemplo, en En la ardiente oscuridad los personajes, ciegos (aspecto muy frecuente en Buero) se rebelan o se resignan ante su condición, pero son siempre poseedores de una conciencia lúcida. En la obra del dramaturgo, los ciegos son quienes mejor enfocan la vida y el hombre. También pertenece a esta etapa la célebre Historia de una escalera, que, como recordáis, plantea la imposibilidad de las clases humildes de realizar sus ideas de mejoramiento material, tanto por falta de voluntad como por las circunstancias del entorno. Una fatalidad trágica parece definir el destino de todos.
La segunda etapa de Buero abarcaría de 1955 a 1970: se trata del llamado periodo social, al que pertenecen sus obras más conocidas, como El concierto de San Ovidio, donde resurge el tema de la lucidez trágica del ciego, representada en David, personaje totalmente consciente que se rebela contra su explotador y logra el apoyo de los demás. Esta obra, junto a Las Meninas y Un soñador para un pueblo, componen lo que varios críticos denominan ciclo histórico de Buero, porque recrean personajes y situaciones verídicos para enseñar modos de actuación en el presente y el futuro.
Hay en estas obras, además, un punto común de referencia: la presencia del hombre intuitivo, del vidente que, pese a su don, fracasa por los intereses mezquinos de otros. Así ocurre en Un soñador para un pueblo, donde Esquilache sueña con la transformación de España en un país moderno pero tropieza con la oposición de los propios españoles. Destaca en esta pieza el personaje de su criada, Fernandita, que refleja la imagen de España en sí misma y vive de cerca los acontecimientos.
El trasfondo social es palpable en todas estas obras, razón por la que algunos críticos hablan de esta etapa de Buero como una época regresiva en su trabajo al compararlo con autores de teatro de vanguardia como Camus o Miller. Pero Buero nunca quiso seguir su estela: consideraba que los dramas de vanguardia casi siempre erraban por exceso y abogó por reinteriorizar psíquicamente al público, y buscar además su participación tanto intelectual como física.
Sus últimas obras nos dejan ver más claramente, tras la supresión de la censura, sus intereses sociopolíticos: así ocurre en la compleja y densa La fundación, donde varios presos políticos reflexionan sobre el compromiso y la libertad. Tiene puntos en común con La doble historia del doctor Valmy, sobre el asunto de la tortura, que estuvo prohibida y no pudo estrenarse hasta 1976. En La detonación volvió al teatro histórico para enfocar el suicidio de Larra como consecuencia de su hastío vital ante la situación de España, mirando de nuevo al pasado con ojos de presente.
Aunque la relevancia de Buero como dramaturgo en nuestra escena no se cuestiona, hay quien ve su obra intelectualizada en exceso y quien considera que sus personajes son excesivamente esquemáticos, que sacrifican su personalidad en aras del símbolo. Pero no hay que olvidar que, fundamentalmente, sus textos son dramas, y, por tanto, los personajes se moldean a tenor de los sucesos dramáticos conforme a una acción y a un lenguaje teatrales.