Pocos artistas abstractos supieron imprimir a su obra la poética enigmática de Fernando Zóbel, nacida del juego con los vacíos: volcaba trazos claros y tenues en el centro de sus composiciones para acentuar la vacuidad del resto y solamente cuando nos acercamos mucho a sus trabajos podemos comprobar cómo esas pinceladas o manchas de color que a cierta distancia parecen azarosas se ejecutaron en realidad sobre una cuadrícula a lápiz que cubre sus lienzos prácticamente por completo y que ordena esas franjas.
Sus abstracciones, como podemos deducir de sus títulos reveladores, muy rara vez parten de imágenes o ideas concretas, sino a menudo de paisajes, como los de las hoces que cobijan los ríos que rodean Cuenca, cuyo Museo de Arte Abstracto Zóbel impulsó. Este centro se convertiría en un núcleo fundamental de la actividad intelectual y artística de los artistas de vanguardia durante la posguerra.
Esa ambivalencia amada por el pintor filipino, la que le permitía aunar lo racional nacido del orden humano (la cuadrícula) y la inspiración en la naturaleza, hace que cuando contemplamos sus lienzos no observemos ni una pintoresca pintura de paisaje, como tantas en la historia de este género, ni obras abstractas en bruto, sino el fruto de la unión de lo gestual y lo analítico, de la razón y del sentimiento. En este sentido hay que apuntar también que la cuadrícula, y también, por qué no, sus brochazos sostenidos, con degradados sutiles, nos hacen pensar inevitablemente en la música, en pentagramas con notas (pinceladas) de corte lírico, que a su vez por su carácter evocador y su suavidad pueden remitir a la caligrafía oriental, que sería también fuente de inspiración para artistas del Expresionismo abstracto como Mark Tobey.
A finales de los concuenta Zóbel dejó a un lado los pinceles para emplear jeringuillas de cristal en aras de la finura de las líneas y redujo sus colores al blanco y al negro
A partir de mañana 17 de diciembre, la madrileña Galería Cayón muestra en espacio en Blanca, su sala en la calle Blanca de Navarra, la que será la primera individual de Fernando Zóbel en una galería en dos décadas. Podrán verse obras fechadas a finales de la década de los cincuenta y a comienzos de la de los sesenta, un periodo en el que este artista, que había nacido en 1924 y murió justo sesenta años después, se encontraba sumido en un proceso de consolidación del lenguaje de su pintura.
En esa etapa de finales de los cincuenta Zóbel había decidido tratar de reducir lo máximo posible la variedad de su escala cromática y también el grosor de los trazos, hasta el punto de que dejó a un lado los pinceles para emplear jeringuillas de cristal en aras de la finura de las líneas y redujo sus colores al blanco y al negro.
Esa contención permitió a Zóbel indagar con la máxima precisión y las menores distracciones posibles uno de los asuntos que más quiso investigar: el movimiento, pero no el de un objeto en concreto sino desde un enfoque general, el dinamismo como concepto, las posibilidades de la captación pictórica de la velocidad, de lo fugaz, a través de líneas negras y gestos pulidos.
Una de las obras donde más claramente podemos comprobar ese esfuerzo por capturar el movimiento sentido, que no imitado, es Nacimiento de Pegaso, que pudo verse en 1962 en la Bienal de Venecia.
Con ocasión de esta exposición se publicará un catálogo con ensayo de Francisco Calvo Serraller. La muestra puede visitarse hasta el 6 de febrero.
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