Hablar de creación y de destrucción como antónimos es complicado, en ocasiones la última forma parte de la primera y rara vez hay conservación sin una transformación que implique algún grado de destrucción; lo que varía, desde luego, es el tipo, la extensión y la duración de esa transformación.
Por otro lado, si hacemos el ejercicio de pensar en las obras de arte únicamente como objetos, podemos caer en la cuenta de que forma parte del sino normal de cualquier artefacto su desaparición, más o menos rápida en función de sus materiales y la combinación de estos, el contexto físico en que se sitúe, los usos a los que se le haya sometido y su consideración. Hay que recordar que la elección de los materiales por parte de los artistas se relaciona absolutamente con la duración que se pretende dar a las piezas y que la esperanza de que duren está asociada a las obras de arte y a los monumentos.
La cuestión del uso es tan o más crucial que la anterior, porque utilizar un objeto significa desgastarlo. Ludovic Vitet dijo en 1836 que el hecho de que las catedrales francesas, a diferencia de las iglesias secularizadas británicas, siguieran cumpliendo funciones religiosas, suponía “un tipo de vandalismo lento, imperceptible e inadvertido que arruina y desfigura casi tanto como la devastación brutal”. Quizá estaba exagerando un poco, pero es posible contraponer uso simbólico y uso práctico: mientras el segundo conduce, más tarde o más temprano, al daño físico, con el primero no ocurre así necesariamente, o en menor medida. Tampoco infringen el mismo deterioro los objetos sometidos a contacto físico o solo a la mera contemplación.
Además, en la medida en que lo que representa el objeto está dotado de permanencia y en que su relación con lo representado sigue siendo efectiva, el objeto puede beneficiarse de esa permanencia y escapar a los efectos generales de la obsolescencia física, técnica y estética. No obstante, hay que tener en cuenta que la relación simbólica puede no ser en sí misma preservadora: puede hacer que el objeto comparta el sino fluctuante de lo que simboliza, a menos que la relación venga a ser considerada ineficaz o marginal. Y lo que simboliza puede ser un artista, movimiento artístico o definición de arte, o un monarca, dinastía o tipo de régimen.
IMÁGENES, BIZANCIO Y REFORMA
En el caso de las imágenes religiosas, el carácter inmaterial de lo que simbolizan y el hecho de que el ritual y la teología alentasen la fusión de imagen y prototipo hicieron especialmente crítica la cuestión de la legitimidad de esa relación simbólica. Los iconoclastas del Bizancio de los siglos VIII y IX no pretendían atacar a Cristo a través de sus imágenes, pero sí se oponían al uso de estas como objetos de culto y al poder que su producción confería a la Iglesia.
La importancia relativa de los motivos teológicos que provocaron la llamada “querella de las imágenes” y sus implicaciones políticas, sociales, económicas y militares han sido muy debatidas, pero los argumentos de los iconoclastas nos han llegado solo a través de sus oponentes vencedores, así que probablemente se nos escapen datos. Sabemos que los iconoclastas aceptaron y promovieron símbolos abstractos en vez de figurativos y exigieron un sometimiento estricto de las imágenes a la función religiosa, lo que apunta a la existencia ya entonces de diversas posturas en relación con la autonomía del arte.
En la Florencia del siglo XV, Savonarola organizó destrucciones de objetos y obras de arte amontonadas, entregadas por sus propietarios y a veces por sus autores, por considerarse instrumentos de placer sensual y símbolos de una sociedad desigual e injusta; y la conquista del Nuevo mundo también tuvo una dimensión iconoclasta estudiada en época relativamente reciente.
Tras la conquista inicial, las imágenes hechas y utilizadas por los pobladores del Nuevo Mundo fueron interpretadas como “ídolos” y muchas veces destruidas (ocurrió también con algunos edificios y ciudades como Tenochtitlán). En esta guerra de imágenes, la necesidad de neutralizar los instrumentos de la fe y la práctica indígenas y de apropiarse de su potencial simbólico llevó a los conquistadores a utilizar los mismos lugares sagrados y aceptar unas formas artísticas sincréticas.
Durante la Reforma, los argumentos teológicos presentados a favor y en contra de las imágenes fueron los mismos que se habían aducido con anterioridad, salvo una nueva insistencia en la cuestión de la eucaristía. La controversia recayó de nuevo en la adecuación y legitimidad de determinados objetos, como las reliquias, y en sus usos, denunciados como supersticiosos.
Con el fin de probar su impotencia, las imágenes no fueron destruidas de inmediato: primero fueron profanadas y degradadas, esto es, emplazadas a reaccionar. La idea era reducirlas a una condición material de objetos no simbólicos (madera, piedra), estableciendo una férrea distinción entre lo sagrado y lo profano, siendo lo primero totalmente inmaterial y no humano.
En comparación con la iconoclasia bizantina, los elementos éticos, sociales, políticos y estéticos de la Reforma eran más explícitos. Se criticaba el arte como un lujo y la inversión en él como un despilfarro en detrimento de las necesidades de los pobres.
En relación con los factores estéticos, hay que destacar la coincidencia en el tiempo de la Reforma y el desarrollo de nuevas técnicas para la multiplicación de imágenes: las estampas baratas y populares hicieron ubicuas las imágenes, mientras que la habilidad de los grandes artistas promovió la fusión de imagen y modelo y la diferenciación entre imágenes únicas del mismo modelo.
LA REVOLUCIÓN FRANCESA, EL MOMENTO DECISIVO
Se reconoce habitualmente que la Revolución Francesa constituyó un momento decisivo en la historia de la destrucción y de la conservación del arte. Chastel dijo que la noción misma de patrimonio había nacido “de los inauditos desastres de la Revolución”.
La importancia de los objetos simbólicos y su manipulación durante la revolución se pueden relacionar con su importancia en el Antiguo Régimen; la profanación de las imágenes contribuyó a la deslegitimación del rey antes de su eliminación final. En contraste con la Reforma, era menos a las imágenes que a su contenido simbólico a lo que se oponían los revolucionarios, y esto permitió la conservación de obras cuando se rompió o reinterpretó su relación simbolizadora: dijo Dussaulxs que la Porte Saint-Denis merecía el odio de los ciudadanos libres, pero reconoció que era una obra maestra. Como lo que se cuestionaba era el orden entero de la sociedad y no solo algunos de sus miembros, el contenido simbólico rechazado se definía de modo muy general, poniendo en peligro un espectro de objetos enorme: desde luego escudos, retratos y efigies del rey y miembros de la nobleza y la Iglesia, y, además, cualquier obra que ellos hubieran encargado, poseído o expuesto. Las torres podían ser consideradas enemigas de la igualdad.
Como las autoridades protestantes, las revolucionarias buscaron dar a la iconoclasia un marco legal de justificación, ejecución y control. Tenía un componente estético, con la crítica del arte como un lujo, a la que Rousseau hizo una contribución especial en el plano teórico y que se podía resumir en la fórmula: “monumento de vanidad destruido en aras de la utilidad”.
Se salvaron objetos considerados de “interés para el arte o para la historia”, produciéndose un proceso de selección y purificación que formó parte de una política de memoria de control estatal. En los museos públicos se dotó de una nueva función a las obras más o menos muebles. Ni la idea de patrimonio colectivo ni la institución del museo fueron inventadas por la Revolución, pero la redefinición de la nación y el Estado les otorgaron una relevancia inusitada.
Las posteriores restauraciones políticas no anularon aquellas transformaciones profundas. Los museos, en principio refugio para objetos arrancados de sus contextos originarios, se fueron convietiendo en el lugar “natural” para contemplar los testimonios históricos y disfrutar y estudiar, por sí mismas, las obras de arte. La creciente autonomía de la creación significó especialización y una distribución cada vez más limitada del poder en lo que a cultura se refiere.
Desde comienzos del siglo XIX en adelante, el recurso a la violencia contra el arte puede entenderse en relación con la posibilidad o imposibilidad de acceder a medios legítimos de expresión. Se infligieron enormes pérdidas al patrimonio definido tras la Revolución, sobre todo a las obras inmuebles de arquitectura y las artes aplicadas a ella. El contenido simbólico que justificaba, para sus autores, su demolición, iba más allá de la asociación de las obras al Antiguo Régimen: era el hecho de pertenecer a un estado obsoleto del mundo en términos técnicos y estéticos. Este tipo de iconoclasia no se tradujo en estallidos violentos, se ejecutó preferentemente por las autoridades en un “marco legal” y tampoco se libró de ella el Nuevo Mundo, que en general escapó a las destrucciones a gran escala causadas en Europa por las guerras y los acontecimientos políticos. Montalembert fue uno de los principales opositores a aquella destrucción, y se le unió Víctor Hugo. Aducían que “las memorias largas hacen pueblos grandes”.
Pero los ataques, modificaciones y destrucciones motivadas por la función y el contenido de las obras no desaparecieron y, en la misma medida en que se continuó encargando arte político, se le siguió maltratando como cuestión de procedimiento burocrático o en épocas de agitación. Durante la lucha entre la Comuna de París y el Gobierno de Versalles, en 1871, numerosos edificios fueron incendiados como medio para detener el avance del enemigo. El blanco de la Comuna con mayor carga simbólica fue la columna Vendôme, derivación de la columna de Trajano, erigida por Napoleón I en el lugar antes ocupado por una estatua regia. Fue condenada por la Comuna por ser símbolo nacionalista de “tiranía y militarismo” y solemnemente derribada el 16 de mayo de 1871. Aquí Courbet tuvo algo que ver: comprometido con la Comuna, había abogado en septiembre de 1870 por su “desatornillamiento”. Según él explicó después, se refería al desmantelamiento de elementos que pudieran ser exhibidos en lugar menos destacado. En la decisión final no participó él, pero el Gobierno de la III República le ordenó pagar los más de 300.000 francos de oro que costó su reconstrucción.
Comprometido con la Comuna, Courbet abogó por trasladar la columna Vendôme a un espacio menos significativo
LA DESTRUCCIÓN SIN PRECEDENTE DE LAS GUERRAS MUNDIALES
Es difícil determinar hasta qué punto se tomó como blanco deliberado el arte en las dos Guerras Mundiales, pero acusar al enemigo de haberlo hecho sí fue un arma de propaganda fundamental. En la I Guerra Mundial, el daño causado a obras arquitectónicas belgas y francesas, como la Biblioteca de Lovaina y la Catedral de Reims, devino en instrumento de movilización nacional e internacional, en símbolo de la identidad negativa del enemigo. Los alemanes respondieron con justificaciones militares y George Bernard Shaw, hasta cierto punto, los defendió: señaló que la altura de las torres de Reims convertían el templo inevitablemente en blanco y que era estúpido llamar bárbaros a los alemanes, pues había toda clase de pruebas de que no lo eran y porque sabían muy bien lo que habían hecho los ingleses con su propio patrimonio medieval en tiempo de paz.
Estalló una guerra de imágenes: los alemanes se sumaron a las acusaciones de vandalismo, mientras las obras dañadas se exponían en París como “arte asesinado”, subrayando el daño brutal.
Ese uso propagandístico de la acusación da “vandalismo” se mantuvo en la Segunda Guerra Mundial y, en lo que concierne al arte moderno, la política nazi relativa a las imágenes tuvo efectos comparables en importancia a los de la revolución Francesa.
En Francia, el Gobierno de Vichy ordenó fundir un gran número de estatuas públicas con el pretexto de reutilizar los materiales para cubrir las necesidades de la agricultura y la industria. El nazismo se opuso primordialmente a la forma y el estilo, que denunciaron como expresiones de “degeneración” moral, racial y genética.
Hasta entonces, el arte moderno alemán había gozado del apoyo de destacados miembros de las clases altas y las instituciones oficiales de la República de Weimar, mientras la oposición a él se encontraba extendida en amplios sectores de la población, sobre todo en las clases medias. Por tanto, la persecución del “arte degenerado” representaba un aprovechamiento consciente de la situación para fines políticos.
Aunque las raíces del rechazo quizá fueran más profundas: hay que recordar que Hitler era un pintor fracasado, que algunos miembros del Partido bien situados defendían otra visión del arte moderno y que el miedo a la decadencia era esencial en la visión del mundo nazi. En cualquier caso, etiquetaron a los artistas, les prohibieron trabajar, los obligaron a huir, a algunos los mataron y muchas obras fueron sacadas de los museos y vendidas fuera de Alemania o quemadas.
Esta persecución constituyó el lado destructivo de una reinstrumentalización del arte con fines propagandísticos que desarrolló sus propios aspectos destructivos en la arquitectura y el urbanismo. La exposición itinerante “Entartete Kunst” (Arte degenerado) es un ejemplo claro de muestra difamatoria en la que las obras exhibidas eran degradadas al papel de prueba e ilustración de los reproches dirigidos contra ellas.
Si el intento nazi de reinstrumentalizar el arte contribuyó, a la larga, al descrédito del arte estatal, por encargo, del arte político y hasta cierto punto público, lo mismo ocurrió con su equivalente soviético, bautizado como realismo socialista sobre todo durante la Guerra Fría. Pero la persecución del “arte degenerado” tuvo aún más importancia para consolidar en Occidente la idea de que es ilegítimo atacar al arte, en especial al arte moderno.