La iglesia de San Isidro fue trascendental para el desarrollo del Barroco madrileño, porque rompió con el herrerianismo dominante en las primeras décadas del siglo XVII. La renovación que trajo este templo derivó de la ampliación de escalas, el uso de órdenes gigantes, las cúpulas encamonadas o las novedades introducidas en el repertorio decorativo, y los responsables del cambio fueron los jesuitas Pedro Sánchez y Francisco Bautista. Como fundación real, San Isidro contó con la protección de la monarquía y para este templo trabajaron artistas de primer nivel. Lamentablemente muchas de las obras aquí guardadas se perdieron en la Guerra Civil; el templo fue reconstruido después.
Hasta la finalización de La Almudena, San Isidro hizo las funciones de Catedral. Su origen se remonta al siglo XVI, coincidiendo con el establecimiento de los jesuitas en Madrid y con la conversión de la ciudad en sede de la Corte, en 1561. Un año antes había entrado en funcionamiento el Colegio Imperial, aunque no adquirió ese nombre hasta 1603, cuando fue dotado y refundado por la emperatriz María de Austria, hija de Carlos V. Esta había dejado su fortuna para levantar de nueva planta el colegio y la iglesia.
La existente hasta entonces se había empezado a construir en 1563, siguiendo los planos de Bartolomé de Bustamante, y se consagró en 1567 dedicándose a san Pedro y san Pablo, pero aquella primera fábrica no pareció suficiente para albergar la fundación del Colegio y se acometió la construcción de un nuevo edificio.
En 1620, Pedro Sánchez trazó los planos del nuevo templo, cuya primera piedra se puso en marzo de 1622 en presencia de Felipe IV. La iglesia fue consagrada en 1651 por el nuncio Rospligliosi bajo la advocación de san Francisco Javier.
Sánchez dirigió las obras hasta su muerte en 1633, momento en que se encontraban muy avanzadas: se había levantado la fachada, el cuerpo de la nave hasta la cornisa y buena parte del crucero. Solo faltaba cerrar las bóvedas, erigir la cúpula y la capilla mayor, tareas que realizaría Francisco Bautista, que se había trasladado a Madrid desde Alcalá de Henares en 1630. Allí trabajaba como ensamblador del retablo de la iglesia de los jesuitas, ocupación que tendría en San Isidro hasta 1633. Desde 1634 hasta 1679, sería director de la edificación.
Antonio Ponz dijo de la fachada de San Isidro que era “la más grandiosa” de Madrid.
El templo diseñado por Pedro Sánchez es de planta de cruz latina, según el esquema tradicional; la nave central y el crucero se cubren con bóveda de cañón y las capillas se cierran con bóvedas de arista. En el exterior, muy sencillo, la fachada centra todo el interés arquitectónico; sus amplias dimensiones hablan de un modelo nuevo de iglesia en Madrid: el correspondiente a un templo de predicación destinado a grandes auditorios, desterrando el tipo conventual más pequeño. Se aprecia el influjo de la arquitectura jesuita en España, derivada de un Barroco italiano temprano.
Antonio Ponz dijo de la fachada de San Isidro que era “la más grandiosa” de Madrid. Guarda la clave del templo: en ella está el módulo, el canon que el arquitecto jesuita empleó para estructurar todo el edificio. Para la portada sigue el esquema de fachada, con pórtico y torres, que ensayó Herrera en la iglesia de El Escorial.
La portada se estructura en dos cuerpos flanqueados por torres. El primero se compone de un pórtico abierto de torres a la serliana, la central de arco de medio punto y las laterales adinteladas, unidas por un orden gigante de columnas empotradas con un gran efecto plástico. Entre las columnas y las pilastras se abren ventanas y balcones, igual que en las torres, en un esquema que se repite en los alzados interiores de la nave y el crucero. Para que las torres quedaran más airosas y la cúpula se viese nítidamente entre ellas, el segundo cuerpo se transformó en una especie de terraza con balaustrada que corona el cuerpo inferior.
En 1634 y 1637 se continuó la fachada, en la que Francisco Bautista realizó su primera intervención como máximo responsable de las obras: cambió los capiteles de la portada, como haría con los del interior. Simultáneamente se inició la construcción de las torres, que se alargó hasta 1680. Quedaron sin remate; los actuales se añadieron en los cuarenta.
El nuevo capitel, invención suya y llamado dórico-corintio, reúne realmente aspectos de los tres órdenes clásicos: del corintio toma las dos hileras de hojas de acanto; del dórico, el equino, y del jónico las ovas y dardos. El cambio afectó al entablamento: el arquitrabe es corintio y el friso dórico, aunque los triglifos tienen el perfil curvado y están dispuestos de dos en dos. Estos triglifos pudo haberlos previsto ya Sánchez, porque los había utilizado en la iglesia del Colegio de Granada y eran frecuentes en la arquitectura andaluza de entonces. Para dar espacio a estos triglifos-consolas y a los modillones, tuvo que acentuar el vuelo y la altura de la cornisa; estas innovaciones de Bautista tendrían eco en varios templos madrileños.
A lo largo de la década de 1630 se fueron cerrando las bóvedas interiores y se empezó a construir la bóveda del presbiterio, que se fecha entre 1638 y 1646, la etapa en que Ignacio Raeth comenzó a pintar las pechinas y los plementos.
Dos años más tarde, se colocaron las vidrieras de las ventanas del tambor, renovadas en 1665. La de San Isidro es una cúpula encamonada y Fray Lorenzo de San Nicolás atribuye su invención a Bautista.
La planta de estas cúpulas solía ser octogonal al exterior, con el tambor recubierto de ladrillo vivo y los ochavos de media naranja; el cupulín, de pizarra y plomo. Al interior era redonda, como ocurre en San Isidro, y se recubría de ladrillo en seco enlucido con yeso, logrando el efecto de una cúpula barroca. La técnica del encamonado permitía la apertura de grandes ventanales en el tambor y el cupulín que iluminaban perfectamente este espacio, en contraste con la penumbra del resto del edificio. En muchas iglesias madrileñas construidas a mediados del siglo XVII se copió el modelo.
Mientras se levantaba la cúpula se erigió también la capilla mayor y se acabaron de cerrar las bóvedas. Las obras se intensificaron entre 1649 y 1651: entonces se realizaron el retablo y el ara del altar mayor y la capilla oval del lado del evangelio.
Bautista falleció en 1679, y Ceballos lo considera el verdadero animador de San Isidro como tracista y encauzador de los últimos trabajos, además de por su contribución personal con limosnas. Su último trabajo como tracista pudo ser el nuevo edificio del Colegio Imperial, anejo a la Iglesia.
En su interior, el templo atesoraba una excepcional colección de arte barroco, al tratarse de una fundación real: retablos de Bautista y Herrera Barnuevo, esculturas de Pascual de Mena y Manuel Álvarez, pinturas de Ricci, Alonso Cano, Lucas Jordán o Mengs… Todo se perdió en el incendio de 1936, salvo un Cristo crucificado atribuido a Juan de Mesa. La arquitectura también resultó muy afectada y hubo que rehacer elementos fundamentales, como la cúpula; el esquema de esta se aplicó para estructurar el espacio interior: sobre los grandes arcos de medio punto por los que se accede a las capillas grandes se colocó una pequeña cornisa que da paso a una ventana, también de medio punto, rematada por otra pequeña cornisa, en correspondencia con el arco central del pórtico. A ambos lados, las pilastras enmarcan dos puertas adinteladas, entrada de las capillas más pequeñas, encima de las cuales se disponen dos balcones, uno sobre otro, rematados por un pequeño frontón semicircular, como sucede en las puertas laterales de la fachada.
Tovar ha explicado cómo la alternancia de elementos adintelados y de medio punto es, junto a la continua ruptura del muro, un estupendo ejemplo de esquema arquitectónico dinámico.
Una cornisa muy ornamentada recorre todo el edificio y marca el arranque de las bóvedas. Su horizontalidad añade solidez y monumentalidad al templo y pone el contrapunto a la verticalidad de la cúpula del presbiterio. La decoración interior se completó en el siglo XVIII con las 39 celosías de madera pintada de azul en los balcones de la iglesia y los postizos de madera imitando rocalla en las paredes.
Entre 1634 y 1639 se realizaron los dos retablos de los altares del crucero con trazas de Bautista. Estaban dedicados a san Francisco de Borja y a san Luis Gonzaga. Solo se conserva el primero.
En 1658 se doraron los retablos y Ricci pintó los lienzos, los estilóbatos, bancos y sagrarios de los mismos, así como las jambas e intradoses del arco de entrada de las capillas, ya que los retablos se encajaban en capillas-hornacinas poco profundas en los testeros del crucero. En estos retablos se diferencian los tradicionales roleos, guirnaldas y fondos de grutescos de influencia viñolesca, aún con disposición manierista, y los elementos de Bautista: capiteles y entablamentos inventados por él, siendo el ático el más innovador.
Tras la expulsión de la Compañía de Jesús de España en 1767, la iglesia fue convertida en Real Colegiata de San Isidro y Ventura Rodríguez reformó su presbiterio. Aunque respetó la estructura general, modificó las molduras para acomodar la decoración al gusto neoclásico. Quitó de la hornacina la custodia y en su lugar puso la rica urna de plata con las reliquias de san Isidro y las estatuas de las virtudes a cargo de Juan Pascual de Mena, Manuel Álvarez y Francisco Gutiérrez.