El rebobinador

Rodin y Rilke: la interpretación suprema

Auguste Rodin. La edad de bronce, 1877. Musée Rodin
Auguste Rodin. La edad de bronce, 1877. Musée Rodin

Corría 1902 cuando Clara Westhoff, escultora y en ese momento esposa de Rainer Maria Rilke, presentó al poeta y a Rodin en París. El autor de las Elegías de Duino sería, durante varios años, secretario del artista y en ese tiempo pudo observarlo, conocer a fondo su personalidad y su obra e, incluso, dejarse influir por su estética. Y no se guardó sus conclusiones para él: escribió un libro, llamado Auguste Rodin, que este consideró nada menos que la “interpretación suprema” de su trabajo. Repasamos, por eso, algunas claves de su texto.

El de Praga conoció a un Rodin solitario antes de su gran fama y aún más solitario después, pues seguramente entendió pronto el artista que, como dice Rilke, “la gloria no es finalmente más que la suma de todos los malentendidos que se forman alrededor de un nombre nuevo”. No creyó necesario el escritor perder líneas en desmontarlos, porque afectan solamente al nombre y no a la obra, una producción cuya contemplación le llevaba siempre a detenerse en las manos del autor, a cuya vida atribuye, para haber podido dar a luz ese acervo pleno y abundante, para poseer justamente esas manos, horas de espera, abandono, duda y angustia.

Pronto aprendería Rodin que había de contar con un conocimiento infalible del cuerpo humano y de los efectos de los encuentros de las superficies con la luz; con dichas superficies debía hacerse todo: subraya el poeta que su arte no se eleva tanto sobre grandes ideas como sobre la realización concienzuda, la atención a la belleza humilde que podía abarcarse con la mirada (la grande llegaría acabadas las obras, después de ese proceso de observación). Más que a partir de poses, grupos y composiciones, desarrolla sus figuras a partir de piel hecha bronce: le motivaba captar la vida, que encontraba en todas partes y sobre todo en los lugares pequeños. Cuenta Rilke que esa vida la observaba, la seguía, la atrapaba… poderosa y seductora.

En el rostro, subraya, la vida es fácil de leer, pero en los cuerpos resulta más misteriosa y dispersa. Tal era su devoción por hacerse con ella que encontraba un templo en cada individuo, ninguno igual a otro y todos pertenecientes a un Dios. Esas maneras de interpretar cuerpos y superficies quizá no hubieran sido posibles sin las múltiples lecturas en las que se sumergía; cuentan que en sus recorridos por Bruselas nunca le faltaba un libro en la mano y la Divina Comedia de Dante sería para él una revelación. De su mano vio ante sí cuerpos dolientes y un poeta-tribunal juzgando a su tiempo. También leyó a su amigo Baudelaire y en él encontró una suerte de predecesor, en el sentido de que el autor de Las flores del mal tampoco se había perdido en los rostros y buscaba los cuerpos, en los que “la vida es más grande, más cruel, y no reposa nunca”.

Auguste Rodin. La máscara del hombre de la nariz rota, 1863.
Auguste Rodin. La máscara del hombre de la nariz rota, 1863.

Era consciente Rodin, explica el poeta, de lo inconmensurable de su trabajo, y esa conciencia era su impulso: respondía a las dudas con resistencia, terquedad, fuerza y confianza. Le hicieron falta cuando, tras años de labor callada, presentó su primera obra al público (a modo de prueba, de pregunta) y este le dio la espalda. Se encerró entonces durante trece años, tiempo en el que maduró, en silencio, hacia la maestría. Las críticas ajenas, tampoco las alabanzas, no volvieron a afectarle demasiado.

Considera Rilke que el periodo de maduración de Rodin estuvo marcado por dos obras: se inició con Hombre de la nariz rota (la cabeza de un hombre anciano, una región accidentada, cuyos rasgos hablan de abundancia de vida) y terminó con La Edad de Bronce, donde demostró su “imperio ilimitado sobre el cuerpo”. Se trata de un desnudo donde no queda ni un solo punto sin vida, en el que brota el gesto. Entre una y otra sucedieron muchos cambios silenciosos y sin ellas no podemos entender San Juan Bautista (1880), cuyo cuerpo está atravesado por los desiertos, el hambre y la sed. Es el primer hombre que camina en la obra de Rodin; después llegarían muchos, entre ellos Los burgueses de Calais, cuya pesada marcha parece anticipar el paso provocador de su Balzac, con su inmensa concentración y su exageración trágica.

Otras veces, sin embargo, el gesto se cierra. Ocurre en piezas como Voz interior, un cuerpo concentrado en sí mismo al que le faltan brazos porque Rodin, en este caso, los sintió como una solución demasiado fácil, como elementos que no concordaban en un cuerpo envuelto en sí y sin socorro ajeno. A ninguna de sus estatuas sin brazos le faltan estos: componen todos acabados y no admiten añadidos. Sus manos, sin ellos, también están vivas: son un organismo lo bastante completo, con su propio desarrollo. En todas las partes del cuerpo, entendió Rodin, la vida puede volverse individual y grande.

En todas las partes del cuerpo, entendió Rodin, la vida puede volverse individual y grande.

Auguste Rodin. Monumento a los burgueses de Calais, 1889 (copia moderna). Musée Rodin, París
Auguste Rodin. Monumento a los burgueses de Calais, 1889 (copia moderna). Musée Rodin, París
Auguste Rodin. La voz interior, 1896. Musée Rodin
Auguste Rodin. La voz interior, 1896. Musée Rodin

Por eso, en sus esculturas donde se agrupan figuras, no se limita Rodin a unir cuerpos, sino que atiende a los lugares en que el contacto es más estrecho: en El Beso mantiene así ese reparto de vida justo y sabio. Puede tenerse el sentimiento de que, desde sus superficies de contacto, en uno y otro cuerpo pueden penetrar olas, fuerza o estremecimientos. También alrededor de un beso se levanta, como un muro en torno a un jardín, dice Rilke, El eterno ídolo.

L'Enfer selon Rodin. Musée Rodin
Auguste Rodin. El beso, hacia 1882. Musée Rodin

Y Danaide se arroja, desde su posición arrodillada, a su cabellera líquida: en torno a ella, alrededor de la curva de su espalda, puede efectuarse un largo camino hacia el rostro que se pierde en la piedra.

Largas eran también las jornadas de trabajo de Rodin; su vida entera era una. Por eso Rilke termina su repaso de las inquietudes del francés afirmando que ha sido un obrero que no deseaba otra cosa que entrar completamente y con todas sus fuerzas en la existencia humilde y dura de su instrumento. Había en ello una especie de renuncia a la vida; pero con esta paciencia vino su triunfo, pues la vida entró en su obra.

Auguste Rodin. Danaide, 1890. Musée Rodin
Auguste Rodin. Danaide, 1890. Musée Rodin

 

BIBLIOGRAFÍA

Rainer Maria Rilke. Auguste Rodin. José F. de Olañeta, Editor, 2017

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