El rebobinador

Giacometti surrealista: terror psicológico en el objeto

Alberto Giacometti. El objeto invisible, 1934.
Alberto Giacometti. El objeto invisible, 1934.

Hace algunas semanas pasaban por el rebobinador el surrealismo y sus ensoñaciones; para los artistas ligados a aquel movimiento, la producción de objetos se convirtió casi en un culto. Podemos preguntarnos si es posible interpretar el título de Objeto invisible que Alberto Giacometti dio en 1934 a uno de sus trabajos (un ídolo en forma de figura femenina que abarca con las manos el vacío ocupado por un objeto que no existe) como una irónica crítica dirigida hacia esas piezas que obsesionaban a sus amigos.

De hecho, Giacometti fue el único artista que continuó realizando esculturas auténticamente surrealistas durante media década y, aunque en la estela de la doctrina de André Breton (insistió en la vertiente subconsciente de estas obras), el misterio no era un obstáculo para su elaboración formal precisa. Podemos decir que el suizo desarrolló y reinterpretó las penetraciones espaciales, las cavidades cóncavas y los arcos convexos de la escultura cubista tardía, haciendo suyos los esquemas de aquellos autores para conceder a las suyas una definición espacial que fuera nítida. Es más, sus esculturas-juegos de mesa ejercerían una influencia muy clara sobre la escultura horizontal, más paisajista que antropocéntrica, que se cultivaría en las décadas de los sesenta y los setenta.

Desde 1925, a consecuencia de la influencia del cubismo y, en el camino, del arte primitivo (también de Laurens y Lipchitz), el suizo tomó rumbo hacia un lenguaje más abstracto. Con sus esculturas planas, en su mayoría cabezas simplificadas radicalmente, se escindiría de la senda cubista hacia 1927-1928.

Su transición hacia el surrealismo fue fluida: no se acercó Giacometti a estos artistas, sino que ellos lo descubrieron a él. Es posible que ya se anunciara este horizonte en su elevadísima y muy depurada Mujer-cuchara, de 1926, o quizá emergiera solo con las agresivas figuras simbólicas de 1929, en las que el acto del amor se convierte en puñalada y muerte.

Desde 1930, el motivo central del hombre y de la mujer se convirtió en su producción en una gran guerra de sexos en la que se entrelazan cuerpo (huso), cabeza (esfera), hojas y ovarios desmembrados. A veces, una jaula delimita el terreno de esa lucha despiadada, permitiendo que el observador descubra zonas prohibidas: su Mujer degollada yace sobre el suelo, como si hubiera sido destripada, deshuesada y disecada; sus restos podrían recordarnos a los de los escorpiones de La edad de oro de Buñuel.

Estos restos anatómicos entrelazados recuerdan asimismo a las fantasías eróticas de Duchamp y a los proyectos de los monumentos que Picasso diseñó en 1930.

Giacometti. Mujer degollada, 1932
Giacometti. Mujer degollada, 1932
Alberto Giacometti. Bola suspendida (Boule suspendue), 1930–31 (versión de 1965). Fondation Giacometti, París © Succession Alberto Giacometti ,VEGAP, Bilbao, 2018
Alberto Giacometti. Bola suspendida, 1930–1931 (versión de 1965). Fondation Giacometti, París © Succession Alberto Giacometti ,VEGAP, Bilbao, 2018

Su célebre Bola suspendida (1939), fabricada en principio en yeso y luego traducida con meticulosidad a madera, es un emblema de la escultura surrealista, con su ambivalente cruce de rasgos femeninos y masculinos. Consiste en una esfera suspendida sobre el filo de un huso curvado; la proximidad de la bola y el filo se estimulan mutuamente sin llegar a tocarse en una suerte de incitación sexual.

La escultura representa a la vez el acto sexual y la herida, el deseo y el temor al roce, la líbido y el impulso que empuja a la destrucción. El marco y la plataforma intermedia nos presentan el conjunto como una escena teatral (un teatro de la crueldad), pero también como una prisión sin escapatoria posible.

En su monografía sobre Giacometti, Reinhold Hohl deja claro que esta obra no solo explora deseos sexuales ambivalentes, sino que incorpora una visión de la tortura y la futilidad que podrían aludir a una visión pesimista del mundo. El extremo sufrimiento, como en la novela La vida real que André Malraux escribió por entonces, se convierte en la piedra de toque de la realidad final de la humanidad.

En la obra de Giacometti, navegamos junto al abismo del exceso antihumano. Con la revelación de la crueldad, el artista no pretende producir en el espectador un efecto de choque, sino que busca presentar imágenes existenciales de una globalidad polarizada. En sus Juegos de mesa (1931-1932), abstrae el tema de la extroversión escabrosa de lo psicológico para trasladarlo al plano lúdico de la mesa de juegos: una bola que nunca alcanzará su destino, figuras circulares de hombres y mujeres que flanquean una hilera de tumbas y cráteres de bombas. Estas constituyen variaciones concretas de un antiguo tópico literario, el juego de la vida, del mismo modo que otras piezas se refieren al tópico de la vida.

Quizá la escultura más enigmática de Giacometti sea El palacio a las cuatro de la mañana, donde combina elementos de una escenografía del teatro de Meyerhold, la Anunciación de Giotto y componentes autobiográficos. Así, como decía Hohl, su obra se convierte en un escenario de ideas sobre el que el drama primordial de la vida, el amor y la muerte se codifica con un lenguaje onírico.

La mesa surrealista, por su parte, presenta el tablero de una mesa como un retablo sobre el que el busto semivelado de una mujer se eleva entre un tetraedro cristalino y una mano realista. El velo flota bajo la mesa, que se sostiene sobre cuatro patas distintas. En este caso, el exceso torturador se sustituye por un misterioso conjunto situado entre el retrato y la naturaleza muerta.

Hacia fines de 1934, Giacometti, dudando a fondo sobre el potencial de la escultura, afirmó desear construir una cabeza. Breton le replicó que todo el mundo sabía lo que una cabeza era, pero Giacometti ya estaba huyendo del surrealismo para regresar al estudio de modelos.

Giacometti. El palacio a las cuatro de la mañana, 1931-1932. MoMA
Giacometti. El palacio a las cuatro de la mañana, 1931-1932. MoMA

 

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