Uno de nuestros primeros rebobinadores, hace más o menos cuatro años, se lo dedicamos a Watteau, a sus escenas costumbristas y galantes y al legado de su naturalismo. Su contemporáneo François Boucher, en contraste con la personalidad tímida y bohemia de aquel, fue un hombre sociable, gozador y ambicioso; dicen que también trepador. Tuvo una formación artística convencional y académica y se adaptó con facilidad a las modas y a los criterios de su clientela; podemos afirmar que su talante y sus intereses eran más mundanos.
Por eso su obra ha sido objeto, y aún lo es hoy, de muchos prejuicios. En su época se mezclaron los artísticos con los políticos, porque fue protegido de Madame de Pompadour, y el crítico Diderot lo atacó con fiereza desde el punto de vista de la nueva moral burguesa, llamándolo corruptor de costumbres y nada menos que pintor degenerado, por sus licencias eróticas.
Del lado más interesante de su pintura vamos a hablar ahora, comenzando por El almuerzo (1739). Supone una observación del ámbito doméstico, un entorno cotidiano anteriormente ajeno a la mirada pictórica salvo en Holanda, ya en los siglos XVI y XVII. Entonces, en los Países Bajos, se representaban campesinos tratados grotescamente con el fin de reforzar la supuesta superioridad del burgués, desde un punto de vista cómico. Después el foco de los pintores se trasladaría del campo a la ciudad, siendo prioritaria la intimidad hogareña, tratada con respeto y unción religiosa.
Aquellos pintores holandeses hicieron del universo cotidiano, que antes no tenía ningún valor ejemplar, la fuente de una épica nueva, frente a la pintura de historia, legendaria, de cariz trágico. Y apareció, decíamos, lo cómico: se nos presentan gentes comunes en situaciones triviales, en paralelo al desarrollo del naturalismo en la novela.
Volviendo a esta obra de Boucher, en ella encontramos una escena familiar: dos madres con sus hijos, almorzando en un interior burgués. La suntuosidad viene dada por el fantástico inventario de bienes y objetos de estilo rococó que el artista nos ofrece, la ornamentación de los espejos y candelabros, el mobiliario… Los trajes, además, combinan comodidad y elegancia. Frente a la sobriedad holandesa, derivada del puritanismo protestante, Boucher opta por la riqueza.
La luz natural, que penetra por la ventana, se amplifica con el reflejo del espejo, que nos ayuda a ver lo que en la propia pintura no encontramos, un detalle muy holandés. Pero no hay muchos más aquí, porque el francés nos enseña ambientes más confortables, ajenos al silencio de los interiores de los Países Bajos, con un cierto realismo acorde al asunto cotidiano tratado.
Se trata de una obra vertical, de tamaño mayor al habitual en las de género, y se hace necesaria una organización definida de las figuras en el espacio, que se efectúa en un ritmo ondulante y no en el clásico piramidal, favoreciendo el dinamismo.
De nuevo maneja Boucher un tema trivial en La toilette (1742). La ceremonia del levantarse era entonces, entre las clases pudientes, un acto complejo y social y el artista opta por no recurrir a la mera descripción, sino que introduce un relato subyacente de carácter moral: atar y desatar una liga no deja de ser un acto erótico dentro de la ambigüedad connatural al arte de entonces.
La densidad sociológica de esta pintura no es menor y los numerosos objetos presentes tienen su explicación: el que apaga las chispas del fuego, los bolsos, inventados en el siglo XVIII; el atizador, las tenacillas sobre una bandeja, el espejo grande, los biombos, que remiten a las compañías de comercio oriental y al gusto entonces por lo exótico, subespecie de lo pintoresco…
Hay que prestar atención también al servicio de desayuno, con café y té; al armario abierto, una muestra de su interpretación de espacios a la holandesa; y a los retratos, ejemplo del uso doméstico del arte; al despliegue de indumentarias, a los animales domésticos, relacionados con la moraleja de la escena; a la pared entelada, propia del siglo XVIII, y a la vela encendida.
Todo está en desorden, con la ironía subyacente de que, para el burgués, el orden es fundamental y se asocia a la familia y al hogar. El retrato de esta joven caótica se ha identificado con el de una prostituta.
Del mismo año data Diana saliendo del baño, pintura en la que Boucher quiso establecer su prestigio como académico. Se relaciona con Watteau en cuanto que no presenta a Diana como heroína realizando alguna hazaña o cazando, sino destacando su atractivo sensual, un erotismo en la época ligado al deseo insatisfecho y a la conservadora mentalidad burguesa.
Contrasta el rostro ingenuo e infantil de la diosa y la plenitud carnal de su cuerpo, sobre el que recae la luz. En la parte inferior derecha, elementos de caza enfatizan su rol: un carcaj con flechas, aves cazadas… un grupo compacto como el de cualquier morrón de cazador del momento (recordamos que el bodegón de caza tuvo gran desarrollo en este siglo).
Se apoya la diosa en un cortinaje barroco, realista pero con poco sentido en la escena: Diana aparece retratada como una señora del momento. Se trata de una estampa enfáticamente irreal, de exuberancia sexual rococó, más teatral que profunda.
En La vendedora de modas (1746), una dama recibe en su habitación (con cama con dosel y tocador) a una modista que le enseña el género. Entonces se pensaba que quien adquiría moda tenía mayor vida social, situación ambigua en la época porque esa distracción tenía hasta entonces casi un sentido heráldico: se salía para desfilar y ser recibido por el rey. Los aristócratas realizaban, hasta la etapa barroca, escasa vida hogareña: se dedicaban a la caza y la guerra y no se llegaba a desarrollar intimidad familiar; los lazos entre padres e hijos, en esas clases sociales, se estrechan desde mediados del siglo XVIII, cuando la mujer gana espacio en la esfera social.
De nuevo da importancia Boucher a detalles de la decoración rococó y a objetos diversos relacionados con el maquillaje. Por una ventana (muy holandesa de nuevo) penetra la luz.
En torno a esas fechas pintó el artista el desnudo de una mujer que conoció: Marie-Louise O´Murphy, en Desnudo descansando. Era insólito en estas fechas vincular estas obras, no a Venus ni diosas, y ni siquiera a odaliscas, sino a mujeres contemporáneas, y desde el punto de vista moral y artístico, para muchos intolerable.
Tumbada informalmente, la modelo conversa con alguien; se trata de una escena muy sorpredente, que muestra a un Boucher interesante como creador de situaciones nuevas; un desnudo luminoso en el que contrastan, como hacía Rubens, la tersura de la piel y las brillantes telas de hilo o seda.
Si la revolución de esa obra tenía que ver con no presentarnos una odalisca, Boucher también retrató a una morena. Este asunto fascinaba entonces por los nuevos contactos con Oriente y la, en parte también nueva, conciencia de que el mundo no occidental podía no ser solo barbarie (recuérdese El rapto del serrallo de Mozart).
La odalisca responde a la idea de Venus mítica llevada al placer y la visión del cuerpo no es aquí nada convencional: no es frontal y su postura responde al espíritu libertino del rococó francés. Estas obras normalmente no eran visibles allí donde se encontraban expuestas: se hallaban en gabinetes privados al resguardo de miradas ajenas.
En La toilette de Venus (1751), ella lleva el pelo teñido a la moda y parece incluso más luminosa que la mujer de la liga. Las cortinas azules, las gradas de mármol y los objetos suntuosos contribuyen a presentar un desnudo apto a una diosa.
Por último hablaremos de su retrato de Madame de Pompadour (1756). Boucher fue un excelente retratista, más exquisito si cabe en las figuras femeninas. Presenta a Pompadour con elegante indumentaria y rostro casi infantil y delicado, tecleando un clavicordio con la mano izquierda (símbolo de su talento) y rodeada de libros, mapas, una esfera… que nos hablan de una mujer intelectual, con mayores inquietudes que las ligadas al ámbito cortesano. La partitura musical y las rosas en el suelo suponen valorar positivamente la, antes a veces denostada, sensibilidad.