Hace algunos meses hablamos en esta sección de Op Art y de él hemos de partir, en buena medida, al estudiar el arte cinético: muchos artistas ópticos evolucionaron a las opciones cinético-lumínicas buscando lograr una mayor percepción de movimiento real y, a su vez, muchas obras cinéticas pueden considerarse ópticas, porque sus movimientos producen numerosos efectos de ese tipo.
Los primeros en hablar de cinetismo en el arte fueron Gabo y Pevsner, en su Manifiesto Realista de 1920. En 1922, Moholy-Nagy y Kemeny, en su Sistema de fuerzas dinámicas constructivas, emplearon el término dinámico para referirse a la mayor parte de los fenómenos ligados al movimiento; Duchamp se refirió a las obras de Calder como móviles y Pesánek consideró cinéticos sus trabajos y escribió en 1941 un libro titulado, precisamente, El cinetismo.
El término se afianzaría desde los cincuenta, sobre todo a partir de la muestra “El movimiento” en la Galería Denise René de París, primera de una amplia serie de exposiciones internacionales; además, la Documenta de Kassel de 1964 y la Bienal de Venecia de 1966 consolidaron esta corriente.
En sentido estricto, hablamos de arte cinético para referirnos a la introducción de movimiento real, espacial o no, como elemento plástico dominante en las obras, por lo que esta es, sin duda, una corriente ligada a los avances tecnológicos propios de la época en la que surge. Podemos considerar que presenta dos modalidades: la del movimiento espacial (que algunos llaman propiamente cinetismo) y la lumínica, espacial o no (luminismo). La primera remite a modificaciones espaciales perceptibles; la segunda a cambios en color, luminosidades, tramas…
Las obras vinculadas a la modalidad del movimiento real se mueven en el espacio. La teoría y práctica de ese dinamismo se relaciona con el futurismo y podemos entender como obras, en este sentido, cinéticas algunas realizadas por autores ligados a otros movimientos, como las Placas rotatorias de cristal (1920) o los Discos visuales (1935) de Duchamp o el Objeto para ser destruido de Man Ray (1923); también el proyecto no realizado del Monumento a la III Internacional de Tatlin o la Construcción cinética (1920) de Naum Gabo, única obra de movimiento real realizada en Rusia en aquella época. En la Bauhaus, de nuevo Moholy-Nagy realizó en la década de los veinte Modulador de luz y espacio.
Todas estas obras revelan un genuino entusiasmo por la máquina y son los antecedentes de los desarrollos del cinetismo en los sesenta; ya lo anticipaba Gabo en 1937: La mecánica no ha alcanzado el estadio de perfección absoluta donde pueda producir movimiento real en una obra escultórica sin asesinar… el puro contenido escultórico. La solución de este problema es una tarea de futuras generaciones.
Para producir el movimiento (real que no lumínico) se recurre a dos mecanismos: los móviles, iniciados por Calder en 1932 y desarrollados, en su carácter de obras tridimensionales, por Sempere, Agam, Le Parc o Morellet, y las construcciones en movimiento real. Los móviles son obras movidas por fuerzas naturales (viento, calor) que no pueden ser del todo controladas y las construcciones en movimiento real son accionadas por motores o fuerzas electromagnéticas; por tanto, obedecen a un movimiento mecánicamente controlado.
La modalidad lumínica ha dado lugar a un mayor volumen de trabajos, en los que la luz acompaña a movimientos espaciales o actúa aisladamente de un modo no espacial, siendo siempre el elemento activo de todo posible movimiento. Sus fuentes históricas se encuentran en los orígenes del cine, los órganos de colores y las proyecciones teatrales. En la Bauhaus de Weimar encontramos algunos proyectos lumínicos, como los de Hirschfeld-Mack, Schwertfeger o la Máquina lumínica de Moholy-Nagy.
En una u otra modalidad, podemos definir una obra cinética como una estructura con movimientos previsibles, pero algo más tienen en común, como el abandono de los materiales tradicionales (tela, pigmentos, superficie plana) en favor del trabajo con los muy inmateriales espacio, luz y tiempo. El espacio posibilita el movimiento del objeto, o su desaparición en el luminismo; la luz es el soporte o materia base de buena parte de las obras e implica la reducción máxima de la naturaleza objetual de las mismas y el tiempo funciona en este arte como sustancia indispensable en la que se despliega toda existencia.
Así, nos encontramos ante trabajos que se desentienden de la noción de obra de arte como objeto tangible, físico y cerrado en sí mismo y resaltan su carácter procesual. Sí queda patente en todos ellos, sin embargo, su origen en una agrupación estructural: los elementos ordenados en estas piezas (espacio-temporales, lumínicos y ópticos) mantienen entre ellos relaciones predeterminadas, pero modificables en el espacio y en el tiempo.
El arte cinético exige, como todo proceso que tiende a la multiplicación de posibilidades virtuales en función del tiempo, una estructuración rigurosa. Es posible que la obra cifre su permanencia temporal en esa fase rigurosa de determinación, sin que sucedan transformaciones imprevistas, pero también que desde el principio se introduzcan indeterminaciones, que solo existirán en tanto lo permita la estructura inicial rigurosa.
Dado que las obras cinéticas son acontecimientos temporales, las define también su valor de innovación (lo original, novedoso e imprevisible) y su redundancia (lo que en ellas hay, valga la paradoja, de previsible). En una primera fase, estos trabajos traducen una estructura de base temporal, programada con rigor, apta para relaciones predeterminadas y, por tanto, redundante, pero un segundo momento puede conferir a la obra un valor de innovación, pues en el transcurso de su desarrollo temporal pueden introducirse indeterminismos o factores susceptibles de abrir formas múltiples. En buena medida, esa innovación se debe a la imposibilidad perceptiva de reconocer los diferentes momentos temporales como algo subordinado a la estructura determinante establecida, por tanto resulta más aparente que real.
Por otro lado, y de cara al espectador, la obra cinético-lumínica se halla en constante transformación, por sus propios mecanismos o por las posibles manipulaciones del espectador, causantes de la inestabilidad de las piezas pero no de su desintegración (por esos dos elementos de los que constan: algo que cambia y algo que se conserva).
Hemos de hablar también de periodicidad, una propiedad propia de los fenómenos temporales que está ligada al número de repeticiones de un mismo acontecimiento en un intervalo temporal dado; por ejemplo, las repeticiones alternativas o intermitentes del movimiento de un elemento que se desplaza en una obra de Le Parc o Von Graevenitz, o de la luz, en una obra de tubo de neón de Chryssa. La repetición de un mismo movimiento espacial o de una alternancia lumínica, si es regular, da lugar a la noción de ritmo, que puede ser un valor estético muy relevante.
En una obra cinético-lumínica, el ritmo obedece a la periodicidad previsible: en todo el desarrollo de su acontecimiento temporal, la pieza se convierte para el espectador en una forma dinámica que requiere del estímulo exterior y de la concurrencia del sujeto receptor. Deviene una forma dinámica por un encadenamiento de acontecimientos sucesivos y no por configuraciones estáticas espaciales, como ocurría en las obras de arte tradicionales.
En la periodicidad y en el ritmo, el espectador pone en juego sus capacidades de espera y anticipación; en la primera, se pone sobre la mesa la relación entre el tiempo y la incertidumbre (tenemos la esperanza controlable de conocer la evolución futura a partir del desarrollo pasado y presente); la anticipación implica la espera del momento siguiente tras un desplazamiento espacial, una alternancia o una permutación lumínica. El tiempo es indisociable, en definitiva, del contenido de las obras cinéticas.