El rebobinador

Anselm Kiefer según Siri Hustvedt: lo cierto gris

Anselm Kiefer. Heroic Symbols, 1969. Serie Occupations. Tate and National Galleries of Scotland
Anselm Kiefer. Serie Occupations, 1969. Tate y National Galleries of Scotland

La madre de Siri Hustvedt era una adolescente cuando el ejército nazi invadió su país, Noruega, en 1940, y en su vejez, según explica la escritora en La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, recordaba con nitidez los cinco años de ocupación y el dolor que trajeron. A principios de los cincuenta conoció a su marido, contrajo matrimonio y fijó su residencia en Estados Unidos; allí, en un pueblo de Minnessota y ya a finales de los sesenta, dio por la calle con un individuo vestido con un uniforme de las SS, al que varias veces gritó: ¡Qué vergüenza! Es posible que este hombre fuera un actor, también podía tratarse de un perturbado; en cualquier caso, cuenta Hustvedt, su aparición impactó bastante a su madre.

Más o menos en esa época, el entonces joven artista Anselm Kiefer llevaría a las tablas sus propias Ocupaciones, en las que él mismo se hacía pasar por nazi con el brazo en alto, acciones que en Alemania causaron igualmente indignación: la representación ambigua de ese totalitarismo seguía suscitando escándalo, pese a las décadas transcurridas (que ciertamente no eran muchas). Ahondar en los mitos y la retórica del nacionalsocialismo y tratar de comprender las razones de que sedujera a tantos era todavía causa de rechazo y sospecha, pese a que las motivaciones de este autor fueran únicamente históricas y humanas, como explicó con motivo de una exposición en Chicago y Filadelfia en 1987: No me identifico con Nerón ni con Hitler… pero tengo que recrear, aunque solo sea un poco, lo que ellos hicieron para comprender mejor la locura. La recreación, sin embargo, implicaba aún para el público una identificación y la implementación, aunque fugaz, del pasado en los espacios del presente.

Al propósito de Kiefer nos puede acercar el testimonio del intelectual finlandés Pauli Pylkkö, que explicó que para penetrar en un asunto es necesario, hasta cierto punto, reexperimentar, o por lo menos fingir que se acepta lo que se está procurando entender. Este acto de fingimiento sería parecido a nuestra actitud habitual ante la ficción: podemos regresar de la suspensión de la incredulidad a nuestro mundo cotidiano, pero algo adicional, o extraño, continúa vivo tras ese regreso. Ningún viaje, por mental o imaginativo que sea, es del todo inocuo: tienen consecuencias y, si la materia ante nosotros es peligrosa, con mayor razón; esa es la causa de que aquellos proyectos de Kiefer levantaran tanto interés como odios.

Algunas de las mejores obras de arte, en cualquier caso, lo son por alterar las capacidades perceptivas del espectador: solo cuando se apunta a nuestros patrones de visión nos preguntamos, finalmente y con agudeza, qué estamos mirando. Ante una fotografía de Kiefer con uniforme nazi en Am Rhein, borrosa, encuentra Hustvedt con toda evidencia el eco de El caminante sobre el mar de nubes de Friedrich, cuya solitaria figura masculina es todo un símbolo romántico; precisamente ese movimiento, el romanticismo, resurgió en Alemania en los veinte, de la mano entre otros de Martin Heidegger, filósofo estigmatizado como nazi aunque sus ideas hayan resultado fundamentales en la filosofía poshumanista, opuesta al racionalismo ilustrado. Ambas etapas románticas se funden, en el fondo, en la imagen de plomo tratado de Kiefer: su fotografía en blanco y negro ha dejado de ser un documento vulnerable para devenir un gran objeto, pesado como el mismo pasado al que hace referencia, como una lápida.

Desde aquellas Ocupaciones, y sobre todo desde su participación en la Bienal de Venecia en 1980, su obra ha dado lugar a muchas veneraciones (cada vez más), aunque también, sobre todo entonces, a comentarios mordaces y opiniones un tanto radicales que, en último término, desvelan la ambigüedad de buena parte del arte contemporáneo. Y el propio autor lo ha expresado así: La verdad es siempre gris (y seguramente no es casual que ese color, de forma figurada y literal, esté muy presente en su obra).

Anselm Kiefer. Ocupaciones, 1969. © Anselm Kiefer
Anselm Kiefer. Ocupaciones, 1969. © Anselm Kiefer

Los asuntos más habituales en su producción son, de hecho, los traumas históricos, especialmente el causado por el Holocausto; las tradiciones místicas y míticas, su lenguaje e imágenes y también la alquimia. Por su escala, buena parte de sus proyectos empequeñecen al que los contempla, nos intimidan, y sus materiales suelen estar lleno de significados: entre ellos se encuentran la tierra, la paja, la tela, la ceniza, el plomo o la arena, a veces marcados, quemados, rasgados, violentados…

El trabajo de Kiefer, en suma, demanda ser leído o interpretado, como esos libros crípticos tan frecuentes en su trayectoria, y no siempre conforme a un único esquema.

Anselm Kiefer. Margarethe, 1981 Neoexpresionismo
Anselm Kiefer. Margarethe, 1981

La sala profunda y vacía de Héroes espirituales alemanes (1973), rodeada de antorchas encendidas, la entiende Mark Rosenthal como una escuela remodelada que serviría al artista de estudio, un escenario personal que recordaría, a su vez, la arquitectura nazi de Speer, el Valhalla de los mitos nórdicos, el ciclo del anillo de Wagner y la obsesión musical de Hitler. Los ídolos citados aparecen garabateados en la superficie de arpillera del cuadro: se trata de Beuys, Böcklin, Hans Thoma, Wagner, el mismo Friedrich, Richard Dehmel, Weinheber, Robert Musil y Matilde de Magdeburgo.

Todos son alemanes menos Böcklin (suizo) y dos austriacos que solo serían, administrativamente, alemanes, durante la II Guerra Mundial: Musil y Weinheber, este último nazi (elogiado por el poeta antinazi W.H. Auden) que se suicidaría en 1945, solo un mes después de que naciese Kiefer. Matilde de Magdeburgo, la única mujer, fue una mística cristiana del siglo XIII que hizo uso de imaginería sexual para describir su éxtasis divino. Se trata, en cualquier caso, de figuras culturales germanoparlantes que, salvo en el caso de Beuys, esta mujer y Musil, serían bien consideradas en el nazismo y que componen, aquí, un catálogo muy personal de héroes inscrito en un espacio psíquico que forma parte de la memoria histórica. Lo personal, lo histórico y lo mítico se entremezclan en un lienzo entre figurativo y abstracto, enigmático e irónico.

Anselm Kiefer. Héroes espirituales alemanes, 1973. The Broad Art Foundation
Anselm Kiefer. Héroes espirituales alemanes, 1973. The Broad Art Foundation

Kiefer (a diferencia de Richter, trece años mayor, y de la propia madre de Hustvedt) no tiene recuerdos propios de la guerra, más bien heredó sus secuelas: conoció un país hecho escombros en el que hablar del pasado nazi era muy difícil y hacer poesía, como dijo Adorno, también. A la hora de forjar su lenguaje lírico y visual, recurrió al poeta Paul Celan, judío y rumano que, no obstante, escribía en alemán y cuyos padres murieron en campos de trabajo nacionalsocialistas. Las mujeres alemanas de sus textos y las judías se transforman, en la obra del germano, en paisajes de paja dorada y ceniza calcinada recurrentes: ahí tenemos el casi abstracto Nürnberg (1982), con su paja, su tierra ennegrecida y las palabras Nürnberg-Festpeil-Wiese en el horizonte. Contiene alusiones a Los maestros cantores de Núremberg de Wagner, los mítines de Hitler, las leyes antisemitas de 1935 y los juicios posteriores en esa ciudad… pero la fuerza de la pieza procede de su contundente dinamismo y de las marcas dejadas por el autor.

Todas las obras del artista, apunta Hustvedt, revelan y esconden significados incómodos y ambivalentes a los que no siempre accedemos racionalmente: están llenos de matices y de grises, allí donde la definición de los motivos se descompone.

Anselm Kiefer. Nürnberg, 1982. The Broad
Anselm Kiefer. Nürnberg, 1982. The Broad

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Siri Hustvedt. La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Planeta, 2019

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