Si os fijáis en los títulos de las pinturas de Francis Bacon, veréis que son absolutamente exactos al nombrar lo que tenemos frente a los ojos (Figura con trozos de carne, Chimpancé, Estudio de corrida). Las obras del irlandés, sin embargo, poseen una naturaleza compuesta que es reflejo de su inmersión tanto en el propio género de la pintura y su tradición como en la misma vida, en su lado espiritual y material, reflexivo e intuitivo; de ahí la impresión de honesta verdad que transmiten: las cicatrices de la pintura, su fragilidad, dramatismo y belleza son producto de la convulsión creadora de Bacon y de su manera de entender la existencia.
En ese afán por retratar con toda autenticidad la vida, convirtió a la figura humana en el eje de sus composiciones, ofreciendo sobre el individuo una visión personal y descarnada, para muchos existencialista.
No obstante, tratando de evitar el equívoco de que interpretemos la imagen pintada como una imitación de la realidad, tal como sostenía la estética antigua, el pintor subraya su naturaleza artificial: las formas se alejan de la verosimilitud (que no de la verdad). Para terminar de distanciar el cuadro pintado de la mezcla o la confusión con lo real, prefería colocarlos en marcos sólidos que los distinguiesen del contexto, e incluso cubrir la superficie pintada con cristales que, a la vez que protegiesen la consistencia material de la pintura, dificultasen en parte la visión de la obra, añadiendo una mediación más: el reflejo de la luz, que provoca que el espectador se vea a sí mismo y a su silueta reflejados en una pintura de perceptibilidad intermitente e incluso impenetrable.
Ese reflejo, que a veces tanto nos molesta, no siempre es inocente, en realidad casi nunca: algunos artistas lo utilizan como un recurso retórico en pos del misterio y como plasmación de una disposición mental, aunque pueda parecernos un dispositivo expositivo apto sobre todo para obras de arte clásicas.
ÍDOLO. CUIDADO AL MIRAR
Y hablando de clásicos, Bacon fue un intérprete excepcional de los maestros del pasado, de Miguel Ángel a Picasso pasando por Velázquez y Degas, y como observador atento y original que fue llegó a considerar algunas pinturas de estas figuras como fuente fundamental de inspiración. En más de un caso le conmovieron hasta la obsesión, tanto que trató –en algún caso- de evitar mirarlas en exceso, o simplemente de mirarlas, utilizando reproducciones. Se han dado bastantes, y complejas, posibles explicaciones a ese hecho; una de ellas alude a un probable sentimiento de temor al reconocimiento en la obra de la sacralidad del ídolo, sacralidad irrepetible.
Pues bien, a partir de hoy y hasta el 8 de enero, el Museo Guggenheim Bilbao nos invita a recorrer seis décadas de producción de Bacon prestando atención a aquellas influencias: junto a una selección de sus pinturas, nos enseña algunas de los artistas españoles y franceses en los que más se fijó.
La exhibición, organizada en colaboración con el Grimaldi Forum Monaco, subraya la verdadera devoción de Bacon tanto por Francia como por España, y no solo por sus artistas plásticos: fue lector fiel de Racine, Balzac, Baudelaire y Proust y en ambos países residió (y cuando no lo hizo, los visitó con asiduidad). Era Bacon adolescente cuando pudo ver en Chantilly la Masacre de los inocentes de Poussin y precisamente una muestra sobre dibujos de Picasso en la Galerie Paul Rosenberg de París fue decisiva a la hora de que tomara la decisión de iniciar su carrera artística. Además, siempre consideró como la más decisiva de su carrera la muestra que en 1971 le brindó el Grand Palais y mantuvo su estudio en Le Marais hasta los ochenta.
En cuanto a la repercusión de España en su trabajo, más allá de ese contacto iniciático con la obra en papel de Picasso, hay que subrayar su evidente obsesión con Velázquez y con el retrato de Inocencio X que, curiosamente (o no, por las razones de las que hablábamos antes), el británico nunca vio en directo: se encuentra en la Galería Doria Pamphilj de Roma y voluntariamente decidió trabajar a partir de su reproducción. Si visitó, sin embargo, la gran retrospectiva dedicada a Velázquez que acogió el Museo del Prado en 1990, y en la pinacoteca madrileña también admiró a Zurbarán, El Greco o Goya. Por eso quiso regresar algo antes de morir, en 1992.
Defensor de que Picasso pertenecía al linaje de Velázquez (y de Rembrandt, Miguel Ángel y Van Gogh), Bacon dijo del malagueño que abrió la puerta a todos los “sistemas nuevos”. Y con él se inicía la exposición, con trabajos tempranos que hacen clara alusión a la producción de Picasso en los veinte, Composición (Figura) (1933) y la serie de bañistas con llave Las casetas.
Las huellas del Cubismo y de las incursiones picassianas en el Surrealismo biomórfico se dejan también ver en Crucifixión (1933), que ya en su época fue comparada con una Bañista de Picasso cuatro años anterior por Herbert Read.
Tras participar en la II Guerra Mundial, Bacon lograría entrar en el MoMA (en 1948, de la mano de Brausen) y continuó trabajando en imágenes en las que cada vez ganaba más peso la impronta del cine, la literatura y, esencialmente, su propia vida. Sus figuras humanas vulnerables de entonces, asociadas a lo animal y a veces encerradas en jaulas, se relacionan en Bilbao con fotografías de Muybridge, con las figuras emborronadas de El Greco, los dibujos de Giacometti o las pinceladas expresivas de Van Gogh.
La tercera sala de la muestra tiene como absoluto protagonista al Papa Inocencio, del que Bacon dijo: Creo que es uno de los mejores retratos que se han hecho, y me obsesionaba. Compro libro tras libro con esa ilustración del Papa de Velázquez porque sencillamente me acosa y porque despierta en mí toda clase de sentimientos y también, podría decir, de áreas de la imaginación.
No fue el único pintor inglés más que atraído por el retrato troppo vero velazqueño, pero a él esa predilección le duró más de dos décadas y se manifestó en decenas de imágenes de un pontífice de sentimiento exaltado. En algunas lo entremezcló con el rostro descompuesto de la nodriza herida que aparece gritando en El acorazado Potemkin; en otros lo rodeó de pedazos de ganado sacrificado, en referencia a Soutine, o superpuso su imagen a la de Pío XII. Y si Velázquez representó al Papa aislado de un contexto que ayude a identificar su jerarquía y en soledad, del mismo modo que Cristo sacrificado en la cruz, Bacon hizo de la crucifixión un tema recurrente, hasta cierto punto despojado de connotaciones religiosas: pretendía evidenciar en él el lado más oscuro de la condición humana.
Compro libro tras libro con esa ilustración del Papa de Velázquez porque sencillamente me acosa y porque despierta en mí toda clase de sentimientos
A finales de los cuarenta, Bacon comenzaría también a realizar desnudos, y el primero que llevó a cabo parece remitir a una mujer secándose tras el baño que en la primera mitad de la década de 1890 había pintado Degas. Se trata a menudo de personajes aislados y sexo ambiguo en posiciones cotidianas; sus cuerpos el artista los retuerce hasta lograr la impresión de animalidad.
Junto a Degas, admiró también Bacon a Rodin (del que en Bilbao podemos ver un bronce preparatorio en homenaje a Whistler) e imágenes de Muybridge y John Deakin inspiraron también estos trabajos.
En el Guggenheim también nos esperan la interpretación del británico del retrato de Sebastián de Morra velazqueño, la confrontación de sus Tres estudios para figuras en la cama (1972) con La bomba de John Phillip, algunos de sus mejores retratos (más que psicológicos, emocionales); sus tauromaquias, probablemente relacionadas con su admiración hacia Goya y Picasso, Lorca y Leiris, y paisajes simplificados de su última etapa en los que los elementos naturales parecen aislados de su contexto. También retratos, de gamas cromáticas muy diferentes.
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