Bill Viola o el ciclo de la vida

El Guggenheim Bilbao le dedica una retrospectiva

Bilbao,
Bill Viola. El saludo, 1995. Cortesía de Bill Viola Studio © Bill Viola Foto: Kira Perov
Bill Viola. El saludo, 1995. Cortesía de Bill Viola Studio © Bill Viola. Foto: Kira Perov

Cree Bill Viola que el vídeo tiene el poder de hacer visible lo invisible, por eso lo ha empleado  para examinar las complejidades de la existencia humana. Articula sus trabajos como narraciones visuales compuestas por imágenes puras, carentes de valor metafórico, organizadas en el espacio de sus pantallas a modo de collage. Unas y otras conectan, se oponen o se fusionan entre sí invitando al espectador a reflexionar sobre sus significados.

También entiende el artista que las barreras entre la realidad y el sueño son ficción, fruto de nuestro deseo de orden, y en atmósferas oníricas suele sumergirnos cuando introduce figuras en un medio acuático que funde -con absoluta fluidez, claro- lo que es racional y lo inconsciente, lo físico y lo que queda oculto.

Este autor neoyorquino, que nunca ha caído en las redes de la espectacularidad tecnológica para mantener una trayectoria coherente en su sobriedad y su comunión con el arte del pasado, presenta ahora en el Museo Guggenheim Bilbao una retrospectiva comisariada por Lucía Agirre que recorre su trayectoria desde un criterio tanto cronológico como temático, partiendo de sus primeras cintas monocanal dedicadas a asuntos existenciales y finalizando con sus recientes instalaciones multicanal sobre el ciclo de la vida, como la célebre Los soñadores (2013).

Corrían los setenta cuando Viola comenzó a experimentar en el ámbito del videoarte, campo en el que, hay que recordar, fue pionero junto a su amigo Nam June Paik. Ya desde entonces se interesó por las posibles conexiones entre los medios audiovisuales y los asuntos espirituales: la muerte, la condición humana, los inevitables cambios infringidos por el tiempo, los renacimientos y transfiguraciones humanos y religiosos.

De su producción primera, el Guggenheim recoge Cuatro canciones (1976) o El estanque reflejante (1977–1979), muy poéticas y centradas en el significado de nuestra existencia y nuestro lugar en el mundo.

En los ochenta, cuando su esposa y colaboradora Kira Perov comenzó a trabajar con él, Viola optó por dedicarse a reunir imágenes que se emplearían en piezas concebidas para ser transmitidas por televisión. Utilizó la cámara y objetivos especiales para capturar el paisaje y para grabar imágenes de aquello que habitualmente escapa a nuestra percepción.

Aquellos trabajos podemos considerarlos, a la luz de la evolución de Viola que permite rastrear la exposición bilbaína, su punto de partida hacia las instalaciones que llevó a cabo en los noventa, que ocupan salas enteras y sumergen al público en un universo conmovedor de imagen y el sonido. Progresivamente fue incorporando, además, elementos físicos a sus trabajos, y haciendo más evidentes los temas espirituales de su interés en objetos escultóricos como Cielo y Tierra (1992) y en grandes instalaciones, como Una historia que gira lentamente, del mismo año.

Bill Viola concede al tiempo un valor semejante al de la luz en la pintura y la fotografí­a

La irrupción de las pantallas planas de gran definición, ya en la década del 2000, llevó a Viola volcarse en la producción de piezas de pequeño y mediano formato en una serie que tituló Las Pasiones: se trataba de un estudio en torno a las emociones a cámara lenta. En ella se enmarcan Rendición, La habitación de Catalina y Cuatro manos, todas datadas en 2001 y vinculadas, las dos últimas, a cuestiones generacionales. A estos trabajos íntimos les siguieron instalaciones monumentales, como Avanzando cada día (2002), en la que cinco grandes proyecciones murales que comparten espacio invitan a quien observa a investigar en su propia vida, en el lado inédito de su existencia.

Bill Viola. La habitación de Catalina, 2001. Cortesía de Bill Viola Studio © Bill Viola Foto: Kira Perov
Bill Viola. La habitación de Catalina, 2001. Cortesía de Bill Viola Studio © Bill Viola. Foto: Kira Perov

Durante la última década, sirviéndose de diversos medios y formatos, Viola ha seguido buscando mostrar lo que entiende por fundamental en la experiencia de la vida. Ese y no otro es el fin de su empleo del agua en obras como Los inocentes (2007), Tres mujeres (2008) y Los soñadores (2013) y de su viaje por el ciclo de la vida que se inicia en la exposición del Guggenheim con Cielo y Tierra (1992) y concluye con un renacimiento en la obra Nacimiento invertido (2014).

Para introducirnos a fondo en estas obras conviene partir del conocimiento de una idea: Viola concede al tiempo un valor semejante al de la luz en la pintura y la fotografía, en tanto que duración de la acción, y el sonido lo aborda como un material físico, elástico y modulable.

Lo explica bien Rolf Lauter, buen conocedor de su obra: los sonidos o los ruidos remiten a la realidad física, es decir, al contexto de la existencia, mientras que las imágenes, por otro lado, aluden a la realidad fenomenológica, es decir, la realidad de las apariencias.
Cuando nos muestra paisajes, lo hace para invitarnos a la contemplación activa de la naturaleza, enlazando nuevamente con la omnipresente noción cíclica de la vida y con un trasfondo cultural y teórico que remite claramente a la filosofía oriental, a los místicos medievales y a San Juan de la Cruz, la poesía del muy visionario William Blake y la de Walt Whitman, con sus mundos micro y sus mundos macro.

 

“Bill Viola: Retrospectiva”

MUSEO GUGGENHEIM BILBAO

Avenida Abandoibarra, 2

48009 Bilbao

Del 30 de junio al 9 de noviembre de 2017

 

 

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