Los artistas no nacieron para hablar, pero tenemos lenguajes secretos. Los que maneja Beatriz González, que hoy ha presentado en el Palacio de Velázquez su primera exposición monográfica española, no admiten clasificaciones clásicas y han encontrado un amplio eco en las nuevas generaciones de creadores colombianos: en su país recibe precisamente el apodo de la maestra, no solo por esa influencia, también por su labor pedagógica, que no ha desarrollado en universidades ni escuelas de arte sino en museos, a los que no considera meros centros expositivos sino plataformas de conocimiento, espacios para el aprendizaje y el debate.
El mundo es para ella una iconosfera y se ha nutrido, a lo largo de sus más de cinco décadas de trayectoria, de las imágenes que genera, fotografías -la mayoría tomadas de la prensa- que, en palabras de Borja-Villel, permiten leer lo que no está escrito y describir lo que no se puede narrar. Las archiva y se inspira continuamente en ellas, si bien cada vez recorta y guarda menos, porque hoy cuenta con colaboradores y porque las fotografías que últimamente descubre son cada vez más perfectas y a ella le gustan defectuosas, ya que si son muy buenas, según ha explicado, se vuelven universales.
En El Retiro encontraremos, en una articulación que no es lineal sino que atiende a las conexiones entre las piezas, de un lado reproducciones de obras bien conocidas del arte universal, coloristas e irónicas, de factura tosca y realizadas en una gran diversidad de soportes, y de otro trabajos conectados con la historia colombiana reciente y con la violencia, el duelo y la memoria abordados desde la empatía y no desde el miserabilismo. Con las primeras, inspiradas en las pésimas copias que hace años circulaban de esas pinturas internacionalmente, no buscaba llevar el arte de élite al terreno de la baja cultura cuando esas jerarquías aún tenían vigencia, sino trabajar en los intersticios entre uno y otro ámbito, humor mediante; con los segundos mostrar una visión muy personal de la realidad de su país, atendiendo al concepto y el hecho del dolor, no a lo que lo provoca, ni al dolor como anécdota. Entre el humor y el duelo, este último tiene más peso en su obra, según ha explicado González.
Pintora antes que nada, ya lleve su pincel a muebles, tambores o cortinas, ha sido reivindicada como pionera del Pop Art en Colombia, si bien ella rehúye esa etiqueta porque cuando comenzó a trabajar no conocía a Warhol -cuya obra comenzó a difundirse en su país hacia 1965- y porque, al margen de ciertas notas comunes, como su celeridad trabajando o su interés por las fotos de prensa mal impresas, no encuentra mayores afinidades con este autor, del que ahora podemos contemplar una retrospectiva muy cerquita, en CaixaForum Madrid. Su trabajo tiene un cariz más íntimo, al margen de su constante atención a lo popular.
También queda bien próxima, hasta el 1 de abril, la muestra que el Museo Reina Sofía dedica al proyecto “Palimpsesto” de la también colombiana Doris Salcedo. Cuando, en 1978, González decidió poner en marcha una escuela de guías en el Museo de Arte Moderno de Bogotá la primera en apuntarse a ella fue Salcedo y desde entonces ambas creadoras mantienen una cercana amistad que, según González, no se traduce en una influencia evidente en sus producciones: ha calificado a su alumna como “discípula de pensamiento” y ha recordado que son muchos los artistas colombianos que trabajan con el asunto del duelo sin que ello quiera decir que se den influencias entre ellos.
Regresando a esta exposición, que ya ha podido verse en Burdeos y después viajará al KW Institute for Contemporary Art de Berlín, y que ha sido comisariada por María Inés Rodríguez, tenemos que subrayar su disparidad de formatos, muy apta para los espacios del Palacio de Velázquez. Consta de muebles encontrados sobre los que replicó conocidas obras de arte (algunos de ellos se presentaron en 1971 en la Bienal de São Paulo, rompiendo con el tono conceptual del conjunto), versiones multimedia de retratos obtenidos de noticias, que aúnan estética y política, y monumentales cortinas impresas, a veces con sus versiones de pinturas clásicas como Desayuno sobre la hierba, otras -es el caso de Decoración de interiores– críticas con el presidente Julio César Turbay.
Precisamente en los setenta se acentuó la voluntad de González de confrontar al público con el presente colombiano, focalizando su atención, más que en sucesos concretos, en sus consecuencias a nivel individual y emocional, aunque ha explicado hoy que si un acontecimiento supuso un revulsivo en su carrera a la hora de atender a la desolación en su país y de regresar, durante un tiempo, al óleo sobre lienzo y a la tradición, ese fue la toma del Palacio de Justicia de Bogotá en noviembre de 1985, que se saldó con casi cien asesinados.
Esa conciencia se mantiene: en 2009 intervino González cuatro columbarios del Cementerio Central de Bogotá que, en los cuarenta, habían servido de fosa común a las víctimas del 9 de abril de 1948 (el Bogotazo). Su proyecto se llamó Auras anónimas, porque buscaba convertirse en espacio donde efectuar el duelo por las víctimas sin nombre y dignificar a quienes carecen de sepultura y de espacio donde ser recordados. Esta obra tiene como emblema imágenes de cargueros, que en siglos pasados acompañaban a vivos y hoy portan muertos, y culmina la exposición, concebida para revertir el desconocimiento de la obra de la artista en España.
Seguramente no sea la última: ella ha dicho que siente que se encamina hacia el epílogo de su carrera, pero que no puede dejar de trabajar porque aún tiene manos, cerebro y sensibilidad.
“Beatriz González”
Parque del Retiro, s/n
Madrid
Del 22 de marzo al 2 de septiembre de 2018
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