Los que en los últimos meses os habéis acercado al Guggenheim bilbaíno, ya habéis sido saludados por La mano de Giacometti. Aparece en una de las videoinstalaciones que Javier Téllez presenta, hasta el 18 de noviembre, en la Sala Film & Video de este centro, portada por uno de los soldados desesperanzados que caminan en círculo en Bourbaki Panorama. Algunos interpretan que, en el contexto de esta obra de Téllez, La mano habla de fragmentación y desgarro; otros, que se refiere a la migración de obras de arte por museos del mundo en los que, necesariamente, están descontextualizadas, pero protegidas de los conflictos terrenales.
En cualquier caso, esta escultura de Giacometti, que aquí es emblema y elemento narrativo, ya nos anunciaba la próxima presencia del artista suizo en Bilbao: hoy se inaugura en el Guggenheim una retrospectiva que quiere constituirse en homenaje a la búsqueda incesante de este artista tanto de la verdad como de los caminos para representarla, absolutamente despojada. Cuenta con dos centenares de trabajos, entre esculturas, dibujos y pinturas, y nos permite ser testigos de su evolución a lo largo de cuatro décadas. Porque la hubo: consideramos a Giacometti, con razón, el creador interesado en encontrar las esencias humanas y presentárnoslas en su desnudez y sin artificios, dialogando con el arte primitivo y el clásico, pero esa obsesión que le duró una vida no impidió que comulgara en sus inicios con el cubismo y el surrealismo, en obras de mayor contenido simbólico y rasgos abstractos, antes de volcarse de lleno en la realización de sus figuras esquemáticas y rugosas en múltiples formatos.
Amigo de Simone de Beauvoir, Jean Genet y Sartre (los dos primeros aparecen retratados en esta antología, una en efigie y el otro al óleo), compartió con sus afines literarios su deseo de ver, comprender el mundo, sentirlo intensamente y ampliar al máximo su capacidad de exploración, en sus propias palabras.
Así que en esta retrospectiva que el Guggenheim ha organizado en colaboración con la Fundación Giacometti parisina, y que también ha podido verse en el Musée National des Beaux-Arts de Québec y el Guggenheim de Nueva York, ha querido resaltar el vigor y la constancia de ese impulso, a la vez creativo y espiritual, subrayando cómo, tras su afinidad primera a esos movimientos de vanguardia, terminó retornando a la figuración en los treinta al llegar a la conclusión de que solo la reducción podía agudizar la mirada, premisa que terminó determinando su producción, en las dos y las tres dimensiones, hasta el final de su vida. Una de sus piezas más tardías expuestas en Bilbao es el conjunto de ocho esculturas en yeso Mujeres de Venecia, que creó específicamente para que se exhibieran en La Biennale de 1956.
Nacido en 1901, como sabemos en una familia que era hervidero de artistas, se trasladó a París al poco de cumplir los veinte para canalizar su formación artística. Cuatro años después se hizo, en la capital francesa, con un pequeño taller alquilado, en las proximidades de Montparnasse, y allí trabajaría hasta el fin de sus días, en un espacio tan reducido como la carnalidad de sus propias figuras (no es descartable que esa angostura tuviera relación con su visión del mundo y del ser humano).
Precisamente la figura humana es el asunto central, casi único, de la producción de Giacometti, que se inspiró, en sus esculturas y dibujos, en su hermano Diego y su esposa Annette, en sus amantes y amigos, pero que supo convertir en universales cada una de las imágenes de los mismos: ellos eran sus más cercanos, sus semejantes decía él, pero también los semejantes a todos, lo que queda de cualquiera de nosotros cuando nos restan las anécdotas y los adornos.
Solo lo minúsculo se me antojaba parecido. Lo comprendí más tarde: no se ve a una persona en su conjunto hasta que uno se aleja y se hace minúscula.
En su faceta escultórica, optó por trabajar siempre con materiales fácilmente moldeables, como la arcilla o el yeso. Si otros autores se servían de ellos únicamente en los ensayos, en piezas concebidas para ser intermedias antes de alcanzarse el bronce, Giacometti los usó tanto en las fases iniciales de su producción como en las definitivas, como vemos en ese conjunto excepcional de mujeres venecianas que el año pasado se expuso en la Tate Modern tras ser restaurado en la Fundación Giacometti de París.
Su formación suiza fue clásica, pero como ocurrió a tantos, París cambió las cartas: descubrir las piezas postcubistas de Lipchitz, Brancusi o Picasso y contemplar esculturas primitivas o cicládicas en el Trocadero y el Louvre abrió su mirada y su abanico de intereses. Aquellas influencias se sintetizaron en una de sus primeras obras de madurez, Mujer cuchara, prácticamente un tótem de dimensiones monumentales, creada primero en yeso y después en bronce, excepcionalmente. En ella se dan cita geometrías cubistas, formas estilizadas de origen africano y una simplicidad formal tomada del arte moderno europeo. Por su abdomen cóncavo, inspirado en las cucharas ceremoniales de la cultura Dan, la consideramos un homenaje a la fertilidad femenina.
Avanzó hacia la abstracción en otras esculturas de mujeres, planas, alguna con cavidades sutiles solo perceptibles por el espectador atento. Bataille, Breton y el mismo Dalí quedaron prendados de ese afán reductor que solo podía ser fruto de una mirada sagacísima, y precisamente los surrealistas, contrarios a casi toda forma de racionalismo, influirían decisivamente en la obra de Giacometti, que en 1931 se unió a ese colectivo oficialmente y que quiso hacerse eco de los ricos mundos oníricos que el subconsciente podía suscitar. Desde ese punto de vista, y desde un interés por lo erótico y lo violento también compartido con los surrealistas, debemos entender su Bola suspendida y también el bien conocido Objeto desagradable, tan cercano a los escritos brutales de Bataille.
No dejó Giacometti de realizar esculturas-objeto hasta 1934, algunas más cercanas a la abstracción pero sin perder del todo la referencia a la figura humana. Su alejamiento entonces del surrealismo dio paso a nuevas piezas inspiradas en modelos concretos, como su hermano Diego, de nuevo, o Rita Gueyfier. Su geometría anterior derivó hacia una mayor expresividad y, ya en los cuarenta, hacia la realización de sus figuras más características: alargadas, escuálidas, tal como podemos ver a las personas de lejos. En alguna ocasión confesó Giacometti que lo grande le parecía falso.
Cuando esas figuras estilizadas nos las presenta en conjunto, lo hace como si formaran bosques (así se llama una de sus series), próximas pero sin relación táctil entre ellas: únicamente parecen compartir espacio, como las personas que abarrotamos calles abiertas desde la soledad.
La reducción del yeso y la arcilla, y con ella la ampliación del espacio entre figuras, no dejó de acentuarse desde entonces y hasta mediados de los cuarenta. Restaba materia de día en día, como ha explicado su sobrino Silvio, a quien varias veces retrató cuando, durante la II Guerra Mundial, se refugió en su país natal. Sus síntesis parecían no tener fin, y sin embargo, había algo en ese proceso de intuitivo, de no consciente: Trabajando del natural llegué a hacer esculturas minúsculas: tres centímetros. Hacía eso a mi pesar. No lo entendía. Empezaba grande y acababa minúsculo. Solo lo minúsculo se me antojaba parecido. Lo comprendí más tarde: no se ve a una persona en su conjunto hasta que uno se aleja y se hace minúscula.
No es extraño que esta estética sedujera a los existencialistas: el todo de estas imágenes, de estos seres humanos, está condensado prácticamente al vacío. Quizá por eso, Sartre afirmó que Giacometti era el artista existencialista perfecto, a mitad de camino entre el ser y la nada.
Sin embargo, los trabajos del escultor a los que el tiempo ha dado más fama no llegaron hasta después de 1945: el alargamiento extremado de sus figuras se acentuó a partir del trauma de la guerra. Esa delgadez era también un estado de ánimo: Después de la guerra, estaba ya harto y me juré que no dejaría que mis estatuas se redujesen ni una pulgada. Y entonces pasó esto: logré mantener la altura, pero la estatua se quedó muy delgada, como una varilla, filiforme.
Si tenéis la sensación de que sus mujeres se muestran inmóviles, y más desproporcionadas que los hombres, algunos caminando, tenéis razón. Giacometti era consciente de aplicar esas diferencias, también espontáneas.
En cuanto a sus pinturas y dibujos expuestos en el Guggenheim, podemos subrayar que en ellos nuevamente prevalecen los retratos, que le permitían indagar, como en sus esculturas pero en dos dimensiones, en ese asunto que le traía de cabeza: el aislamiento humano, incluso entre la multitud. No cesó de procurar captar la mirada y su brillo, el modo en el que esta podía penetrar en el espacio. Otra forma de buscar la verdad.
“Alberto Giacometti. Retrospectiva”
Avenida Abandoibarra, 2
Bilbao
Del 19 de octubre de 2018 al 24 de febrero de 2019
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