En su obra están presentes asuntos universales y ajenos al tiempo, como el cosmos, la muerte, el infinito o la fuerza de la vida, pero también otros más terrenales en cuyo tratamiento artístico podemos considerarla pionera, como el pacifismo, las discriminaciones raciales o de género y las inquietudes ecologistas.
Junto a Kokoschka y Lynette Yiadom-Boakye, la otra gran protagonista del verano en el Museo Guggenheim bilbaíno será Yayoi Kusama, de quien podremos contemplar dos centenares de piezas entre pinturas, dibujos, esculturas, instalaciones y material de archivo relativo a sus happenings y performances, obras fechadas desde los cuarenta en las que esta autora nipona ha dado fe de su interés por la naturaleza, en un sentido, como decimos, tanto místico como literal, a la vez que ha mostrado su compromiso con un concepto de arte estrechamente vinculado a la sanación y a la capacidad de transformar sufrimientos.
En esta retrospectiva, comisariada por Doryun Chong, Mika Yoshitake y Lucía Agirre, se nos propone un recorrido a la vez cronológico y temático por el trabajo de Kusama comenzando y terminando por dos autorretratos, separados por más de medio siglo: el primero, datado en 1950, destaca por sus tonos oscuros y, en él, un girasol de color rosa carne flota sobre una boca humana; el último, fechado en 2015, combina sus habituales lunares con redes y tentáculos, elementos igualmente recurrentes en sus composiciones.
Y avanzará la muestra recordando una atención a lo infinito que ya estaba presente en la primera individual que esta creadora nipona ofreció en Nueva York, en la Brata Gallery y en 1959: bajo el título de “Redes del infinito”, constaba de arcos pintados en blanco cubriendo toda una superficie con fondo negro. En Bilbao podremos contemplar Sin título (Recorte de una Pintura de red de infinito), de 1960, fragmento de una pintura muy extensa que se exhibiría dos años después en la Stephen Radich Gallery, también en Nueva York; se inspiró Kusama en estos trabajos, y en otros contemporáneos como El mar (1959), en su visión durante un vuelo entre Estados Unidos y Japón, mientras sobrevolaba el Pacífico: las redes y puntos presentes en esas piezas evocan estrellas y planetas, incluida la Tierra como un lunar más en el conjunto.
Nunca dejaría la artista de trabajar en torno al infinito y la nada, con lunares que son espacios negativos dentro de una red y viceversa, y sus últimas Redes del infinito las ha vinculado a las fuerzas naturales, como si fueran nubes ondulantes o campos de estrellas jamás finitos. Al Guggenheim ha llegado también Transmigración (2011), cuatro paneles de colores vivos que remiten a los ciclos eternos de vida de la naturaleza, en tierra y en los océanos.
Otro concepto que ha nutrido la obra de Kusama es el de acumulación, ligado al de repetición, que no tienen tanto que ver con obsesiones como con la expansión lógica de su concepto de la creación, que podemos rastrear por igual en sus series de dibujos, cuando no han salido siquiera del suelo de su estudio, como en el conjunto de su trayectoria.
Una de sus primeras piezas basadas en esos principios fue Acumulación de letras (1961), ejecutada a partir de recortes del nombre de la artista procedentes de las tarjetas de invitación impresas para una exposición; después llegarían proyectos tridimensionales formulados desde la cubrición de objetos, muebles, prendas o maletas con tela con relleno, dando lugar a asociaciones misteriosas, entre orgánicas y eróticas. Dado que el método de creación de estas propuestas no deja de imponerles límites, Kusama sumaría a ellas espejos que virtualmente las multiplican; la idea anticiparía las salas de espejos infinitos que desplegó desde mediados de los sesenta y también sus trabajos de los setenta y los ochenta con telas estampadas o plateadas.
No todas las técnicas de la japonesa tienen que ver con procedimientos materiales; a finales de los sesenta comenzó a llevar a cabo sus performances, que en ocasiones requerían la participación del público. Por su carácter provocador e inconformista, por involucrar desnudos o por sus críticas a los prejuicios derivados de raza, género u orientación sexual, o a la guerra de Vietnam, conllevaron gran atención de la prensa y también duras críticas.
En todo caso, Kusama se había convertido ya en adalid de la contracultura estadounidense y de la estrategia de la conectividad radical entre arte y medios: desde entonces se adentraría en el diseño de moda, los audiovisuales, los espectáculos lumínicos, el cine expandido, las instalaciones y también las manifestaciones políticas; de unas y otras propuestas, solían formar parte modelos cuyos cuerpos se cubrían con lunares pintados, en un acto que ella llamaba auto-obliteración, una noción que implica la liberación por parte del individuo, mediante la supuesta destrucción del “yo”, de las limitaciones impuestas por la sociedad, incluyendo los modelos femeninos imperantes. Al Guggenheim ha llegado Auto-obliteración (Self-Obliteration, 1966–1974): una serie objetos cubiertos de pintura de colores intensos, entre ellos media docena de maniquíes, sillas y una mesa de comedor con enseres cotidianos.
Aunque sus prácticas evolucionarían hacia la introspección, la auto-obliteración no dejó de estar presente en sus proyectos desde 1975.
Una cuarta sección de esta antología se centra en el interés de Kusama por lo biocósmico. Criada cerca de un vivero, que era el negocio familiar, la artista siempre prestó atención a la vida orgánica, la anatomía de las plantas y sus ciclos de vida y muerte, como puede apreciarse en sus cuadernos de dibujo ya en época de la II Guerra Mundial.
En trabajos algo posteriores, como Brote (The Bud, 1951), empleó semillas de yute como lienzo, en un tiempo en que este escaseaba, y sus lunares más tardíos no dejarán de ser un intento de enlazar cielo y tierra, lo macro y lo micro, del mismo modo que las calabazas, que incorporó a su lenguaje desde los ochenta, representan para ella espíritus vegetales benignos e incluso reflejos de su propia alma. Podremos encontrar, asimismo, en Bilbao esculturas y pinturas biomorfas de los ochenta y los noventa, como Obsesión sexual (1992), cuyas formas serpenteantes remiten a las raíces y tentáculos que nos ligan al mundo o nos expanden en él.
Quizá por lo muy efímero de las vidas vegetales, y por su vivencia de la guerra, la muerte también se hizo pronto presente en la obra de Yayoi Kusama, como prueba su pintura de 1945 Hojas muertas de maíz. El fallecimiento, en 1970, de su padre y de su amigo Joseph Cornell suscitaron en ella hondos deseos de morir que se acompañaron de la realización de esculturas blandas a modo de símbolos de la muerte, la vida y su transición, como La muerte de un nervio (1976).
Otro año clave en la andadura de esta autora fue 1988, el de su despegue: continuaba trabajando en su estudio de Tokio con la misma dedicación que siempre, pero sus exposiciones crecían y también se amplificaba la recepción de sus novelas. Desde entonces, y hasta ahora, el eje temático de su obra ha sido la fuerza de la vida y la citada virtud sanadora del arte sobre toda la humanidad (ella misma incluida).
La serie más extensa de su carrera, en la que permaneció inmersa entre 2009 y 2021, es Mi alma eterna, y la integran novecientas pinturas de formato cuadrado y temática y colores alegres; en estos últimos años, ha trabajado la artista en formatos más pequeños, como apreciamos en Ruego todos los días por el amor (desde 2021). La celebración de la vida y la aceptación de lo oscuro continúan siendo el centro de esas piezas.
La exhibición del Guggenheim se completa con la presentación de Sala de espejos del infinito – Deseo de felicidad para los seres humanos desde más allá del universo (2020), instalación que solo había podido verse hasta ahora en el Museo de Kusama en Japón y en la que la artista ha tratado de convertir sus alucinaciones en visiones místicas.
“Yayoi Kusama: desde 1945”
Avenida Abandoibarra, 2
Bilbao
Del 27 de junio al 8 de octubre de 2023
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