No es descabellado intuir que la mayor parte de su producción podría haber entusiasmado a los futuristas, pero ante todo contribuyó a la renovación del medio escultórico en la segunda mitad del siglo pasado. Tony Cragg participó de aquel proceso transformador a través de tres caminos: la resignificación de los materiales tradicionales y cotidianos, al emplearlos de un modo muy lejano a la trivialidad (él dice contemplarlos como claves fosilizadas de un tiempo pasado, que es nuestro presente); el despojamiento del concepto de fetichismo vinculado a los objetos escultóricos y la incorporación de nuevos valores de esta disciplina en relación con la escala, el espacio y su ocupación.
Sus referentes en el camino fueron los autores minimalistas, el arte povera y Richard Long, porque consideraba que unos y otros habían buscado generar nuevos lenguajes de formas, pero la realidad es que contemplar sus piezas no nos hace acordarnos prácticamente de nadie: la base de su trabajo es la tensión de los materiales y sus posibilidades de suscitar emociones, de poetizar su uso diario.
Alcanzó reconocimiento en los setenta, de la mano de proyectos compuestos por elementos de plástico de colores brillantes, pero desde mediados de los ochenta y hasta la actualidad ha incorporado a su proceso creativo materiales más complejos, como el bronce, el vidrio, la madera o el acero inoxidable, aplicando a su uso un enfoque intuitivo y experimental. Llegó a valerse de fragmentos de residuos que consideraba como materia prima y no como simple basura, pues podían arrojar luz sobre la vida contemporánea del mismo modo que un artefacto antiguo podía ofrecernos datos sobre otras culturas y, dada la magnitud y complejidad de sus piezas, las realiza una a una, a mano y contando con la ayuda de un equipo de asistentes.
Hay que recordar que este autor, nacido en Liverpool en 1949 y hoy residente entre Berlín y Wuppertal, en los comienzos de su trayectoria fue ayudante de laboratorio y trabajó manipulando diversos tipos de goma; de forma igualmente temprana, empezaría a utilizar el dibujo para entender los procesos que llevaba a cabo en el laboratorio, y, poco a poco, dichos diseños en papel terminaron por tener más importancia para él que los propios experimentos materiales. Estos, por cierto, se han mantenido siempre fieles a un estilo personal que califica como laico y materialista y que tendría como fin último revelar la espiritualidad profunda que puede albergar lo más estrictamente físico, al margen de alusiones estéticas o políticas.
Una y otra vertiente de su carrera las examina ahora la Albertina vienesa: la exhibición “Tony Cragg Sculpture: Body and Soul” recoge piezas de los últimos veinte años y nos permite rastrear su evolución de la figuración a la abstracción, su manejo flexible de aquellos materiales tan poco convencionales como la fibra de vidrio, la madera, la piedra y el acero inoxidable; las cualidades sensoriales que la luz imprime en ellos y las posibilidades perceptivas que aporta el dinamismo en la mayor parte de sus piezas, no solo en relación a los nexos entre las obras y el público, sino atendiendo a las tensiones que se establecen entre las esculturas como tales.
En cuanto a sus dibujos, datados la mayoría desde la década de los noventa, podemos entenderlos a veces como esbozos y otras como estudios de cuestiones formales y temáticas; a Viena han llegado fundamentalmente series en las que aborda extensamente los motivos figurativos o abstractos que desplegó en las tres dimensiones.
“Tony Cragg Sculpture: Body and Soul”
Albertinaplatz, 1
Viena
Hasta el 6 de noviembre de 2022
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