Hoy sus pinturas forman parte del imaginario colectivo cuando nos referimos a soledades urbanas, pero en vida Edward Hopper no logró con ellas ni el abrazo de la crítica ni el del público y tuvo que dedicarse fundamentalmente a la ilustración como actividad de supervivencia.
Se formó en la New York School of Art con William Merrit Chase y Robert Henri y viajó a menudo por Europa en su juventud, interesándose por la cultura y el arte del continente y especialmente por la obra de Courbet, Manet y Degas y la literatura alemana, francesa y rusa. En 1910, cuando se acercaba a la treintena, decidió establecerse definitivamente en Nueva York, en la célebre casa de Washington Square que ya solo abandonaría para trasladarse en verano a Cape Cod.
Trabajaba muy lentamente, de ahí que su producción sea relativamente escasa, aunque podamos tener otra sensación dadas sus múltiples reproducciones. Jo Nivison, su esposa desde 1924, fue su modelo en numerosas ocasiones y a ella le debemos, además, un registro minucioso de todos los trabajos del artista.
Podemos decir que Hopper creó desde la independencia: en sus inicios se relacionó con el heterogéneo colectivo de la American Scene, grupo diverso de artistas que compartían interés por los temas americanos, pero muy pronto optó por volcarse en el desarrollo de un estilo propio que, como sabemos, se ha convertido en identificable por grandes públicos y en inspirador para infinidad de pintores. Lo define su austeridad en las formas y la representación simplificada, solo en los trazos, de la soledad individual, especialmente en el contexto geográfico de las grandes ciudades y en el temporal de la Gran Depresión.
El lenguaje y la estética del cine le influyó notablemente, pero otro de los rasgos fundamentales de la producción de Hopper fue un uso muy personal de la luz, tanto en sus paisajes y escenas exteriores (los menos), como en sus bares, moteles, hoteles, estaciones, trenes e interiores de espacios públicos, casi siempre vacíos para subrayar la nostalgia y la taciturnidad en la que quedan sumidos sus modelos.
La celebridad de Hopper creció en sus últimas décadas de vida, pero muy especialmente, como decíamos, tras su muerte en 1967, convirtiéndose en una de las figuras más populares de la pintura contemporánea, no solo del realismo norteamericano. A él le dedica su primera muestra del año, desde el próximo 26 de enero, la Fundación Beyeler de Basilea, que incidirá en su virtuosismo en el manejo de luces y sombras y en la originalidad de sus visiones de la vida contemporánea, de los espacios en que se desarrolla y el nuevo ocio que genera, muy a menudo sin compañía. Sus retratados parecen dirigir su atención allí donde la mirada del espectador no puede alcanzar, como si lo que en la imagen realmente sucede no debiera ser accesible al público.
En esta exposición suiza podrán contemplarse fundamentalmente paisajes y naturales y urbanos estadounidenses, esenciales a la hora de comprender el conjunto de su obra y lo cambiante de su recepción: acuarelas y óleos fechados entre las décadas de los diez y los sesenta darán cuenta de la multifacética visión del paisaje en el trabajo de Hopper, cuyo vocabulario formal, como veremos, evolucionó al margen de las corrientes estéticas de su tiempo y ejercería una influencia patente en pintores como Peter Doig, pero también en las atmósferas de cineastas como Hitchcock (Con la muerte en los talones), Wim Wenders (París, Texas) o incluso Kevin Costner (Bailando con lobos).
La muestra se completará con la proyección en 3D del cortometraje Two or three things I know about Edward Hopper, filmado por el propio Wenders, y ha sido organizada en colaboración con el Whitney Museum of American Art de Nueva York, principal depositario de la producción del artista.
“Edward Hopper”
Baselstrasse, 101
Basilea
Del 26 de enero al 26 de julio de 2020
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: