Por Flora García Blesa
Cuando las observas y las sigues por el suelo recuerdan inevitablemente a un cromlech moderno y, a la vez, nos evocan una escultura pública trasladada a la intimidad de una habitación y configurada con materiales interiores.
La mezcla de texturas y utilidades con que se han confeccionado cada una de las piezas las evidencian como objetos domésticos; rígidos, blandos, flexibles, duros… Fragmentos de cuerpos que sirvieron para vestir, para guardar, para contener, para proteger del frío y que, sin embargo, ahora han quedado abandonados, convertidos en piedras por pura sedimentación urbana y sedimentación emocional del escultor.
Atesorado todo este botín, Bados lo convierte en templo casual, intimo; porque el alma de estos objetos formó parte del mundo casero de muchos seres humanos, fueron manufacturados por ellos, posteriormente desechados y ahora han encontrado su razón de ser metamorfoseándose en formas naturales.
Podríamos decir que son clones de piedras, el único tipo de roca que puede producir el ser humano por desprendimiento. Como le sucede a la montaña, también a nosotros se nos van desgajando piezas a medida que vivimos. Su abandono las ha convertido en símbolos, construcciones sagradas que recuerdan a los ritos cotidianos del hombre, como pinturas en cavernas.
Es casi mística la idea de ver transformado el producto del consumismo, la producción en exceso y las falta de gestión de su deshecho en monumento, en materiales que Bados ha reciclado para convertir en “Piedras Abandonadas”.
Como ocurrió con Stonehenge, algún día las miles de piedras abandonadas por el hombre podrían ser leídas de mil formas mágicas, rituales o útiles por quien quede, si queda alguien, para interpretar en el futuro.
Flora García Blesa