No era un acto pretencioso, pero la definición que Robert Doisneau daba de una buena fotografía encajaba como horma del zapato a las suyas: Existe esa cosa misteriosa que se cuela por azar y a la que yo llamo el encanto. Esa especie de aroma surge mucho tiempo después. Hay imágenes que envejecen bien y que envejecerán cada vez mejor. Esas son las buenas fotos.
Escenarios sugerentes y personas y situaciones cotidianas que él convertía en especiales pueblan las imágenes de este fotógrafo francés que renunció seguir modas y tendencias y que trabajaba siguiendo su propio instinto, sin ningún orden establecido que pudiese poner reglas a su mirada. Tampoco le guiaban intenciones creativas preconcebidas, sino el impulso entre artístico y narrativo de convertir en interesantes ficciones instantes breves de realidad. Cámara mediante, los hacía atemporales.
A partir de mañana, la Fundación Canal acoge “La belleza de lo cotidiano”, una muestra organizada en colaboración con el Atelier Robert Doisneau y comisariada por Annette Doisneau y Francine Deroudille, ambas hijas del artista, que nos da la oportunidad de disfrutar en Madrid de algunas de sus obras emblemáticas y de otras apenas o nunca vistas.
La fecha de su nacimiento coincide con la del hundimiento del Titanic (14 de abril de 1912) y sabemos que era bastante joven, en 1929 contando con 17 años, cuando decidió dedicar su vida a la fotografía. Dos años más tarde conoció a André Vigneau, un completo artista que le facilitaría el camino a la hora de conocer a otros, pero su carrera dio cierto giro al ser contratado por la Renault. No duró mucho: la gente le interesaba bastante más que las máquinas y fue despedido dada su impuntualidad, rasgo de su perseverante libertad a la hora de coger la cámara, de una independencia que en él se daba la mano con una amabilidad y un humor que quienes lo conocieron siempre subrayan.
Diez años después de ser despedido de la Renault, en 1939, quien requirió sus servicios fue Vogue, y aquel contrato le permitió relacionarse con la alta sociedad de París, aunque más que en ellos, Doisneau gustaba de retratar a las gentes que habitaban los suburbios y a quienes paseaban a orillas del Sena, en los callejones y mercados.
Representante de la Escuela Humanista francesa y de un realismo poético que adecuó a su estilo personal, Doisneau basaba sus improvisados procesos de trabajo en la observación atenta del entorno. No le servía cualquier escena, sino aquella que le diera pie a reflejar el mundo no como es, sino como él desearía que fuera; en definitiva, su producción quería ser representación del deseo, la prueba de que existe la ternura.
Quizá ese gusto por inventar fotográficamente sueños le llevara a codearse con músicos, actores y escritores, creadores, como él, de mundos paralelos, de ilusiones. En su obra predomina la plasmación de la emoción sobre los rigores de la composición formal, y no tenía ninguna importancia que intermediara en el resultado la ficción; por eso la controversia nacida en torno a El beso de l´ Hôtel de ville no podía tener largo recorrido: aquí también sugiere emociones a través del reflejo modificado de un instante fugaz. Nada importa que el idealismo sea casi un personaje más.
No obstante, la reclamación de derechos de imagen de múltiples personas que aseguraban ser los protagonistas de la foto (él ganó el juicio gracias a que conservaba el resguardo del pago a dos actores) sumieron al fotógrafo en una honda depresión sus últimos años de vida. A su muerte, Cartier-Bresson le concedió uno de sus mejores homenajes al hablar de su afán por no repetirse y de su amor por todos los seres, su profunda bondad.
Al centenar largo de imágenes que podremos ver, hasta el 15 de enero, en la Fundación Canal, fechadas entre los veinte y los setenta, se suma abundante material personal (su cámara Rolleiflex, publicaciones originales…). Dos secciones estructuran la muestra: La belleza de lo cotidiano y Palm Springs; la primera consta de ochenta copias de época (buscad a Mademoiselle Anita o a Picasso retratado) y la segunda nos enseña una serie apenas conocida y concebida desde la ironía. Se trata del primer proyecto a color de Doisneau, que ya había experimentado con él desde los cuarenta pero que no se decidió a incorporarlo a su trabajo por las dudas sobre su durabilidad y por su carestía. Retrató un mundo artificial: el de los recién construidos campos de golf para jubilados americanos adinerados en el desierto de Colorado. Toda una sorpresa.
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