Ana Amado y Andrés Patiño son arquitectos y fotógrafos y, hace ocho años, iniciaron un viaje de investigación por los pueblos que, entre los cuarenta y los sesenta, se levantaron a iniciativa del llamado Instituto Nacional de Colonización: son más de trescientos, situados en once de las actuales comunidades autónomas (fundamentalmente en Andalucía, Extremadura y Aragón, en torno a los cauces de los principales ríos) y para su ocupación se movilizó a cerca de 60.000 personas, en el que fue el segundo mayor movimiento migratorio en España en el siglo XX.
Su periplo, el estudio de los documentos, planos y dibujos que testimonian el origen de estas localidades y, sobre todo, el contacto con sus gentes se materializa ahora en una extensa exhibición en el Museo ICO, comisariada por los propios Amado y Patiño: “Pueblos de Colonización. Miradas a un paisaje inventado”, en la que los testimonios humanos de quienes contribuyeron a poner en pie estos asentamientos de nuevo cuño cobran tanta o más importancia que ese material -no siempre fácil de recopilar- que recoge los modelos arquitectónicos y de organización del territorio desarrollados en estas poblaciones.
El mencionado Instituto Nacional de Colonización fue creado en 1939, recién concluida la Guerra Civil, y su actividad se mantuvo hasta 1973, aunque fue menor en sus últimos años. Sus bases y metodología eran herederas de iniciativas formuladas en el año anterior por la Dirección general de Regiones Devastadas y también, aunque lógicamente desde otra filosofía, de los propósitos del Instituto para la Reforma Agraria de la Segunda República: con el fin de recuperar la economía del país, especialmente en las áreas rurales, se buscó incrementar las superficies de regadío y ordenar el territorio atendiendo a esa política hídrica, esto es, colonizar espacios hasta aquel momento yermos en zonas que presentaban especiales desigualdades sociales.
Requerían estos proyectos grandes obras de infraestructura pública en relación con el agua, la consolidación de agriculturas familiares y la promoción del citado regadío; si anteriormente estas eran claves básicas en el planteamiento, al menos ideal, de muchas políticas agrarias, la Guerra aceleró su puesta en marcha, tomando como base legal, en un primer momento, las Leyes de Colonización de 1939 y, después, la Ley de Colonización y Distribución de la Propiedad de las Zonas Regables de 1949, en la que se establecía uns distinción entre las tierras exceptuadas, las tierras reservadas (en favor de los propietarios) y las tierras en exceso (estas últimas, consideradas sobrantes por su menor fertilidad, albergarían las viviendas de los nuevos habitantes). Esa planificación se llevó a cabo a partir de expropiaciones que no perjudicarían en exceso a los latifundistas; otros aspectos legales de esos asentamientos serían redefinidos en 1958 y 1962, mediante modificaciones de los anteriores textos.
Para conducir el agua hacia tierras baldías se hizo imprescindible la construcción de pantanos, como dijimos en torno a las principales cuencas fluviales, y por tanto el concurso de empresas de ingeniería y de agrónomos que diseñaran y ejecutaran embalses, tuberías, acequias, canales y desagües, además de fuentes, abrevaderos y las propias casas de colonización, cuyo diseño respondía a un periodo de transición en la arquitectura de nuestro país, pese a que los debates entre los partidarios de la tradición historicista y quienes abogaban por caminos nuevos tuvieran su principal escenario en las ciudades.
En estas localidades inventadas se desarrolló un modo moderno y concienzudo de intervenir en áreas rurales, a tres bandas: la implantación de residencias, la dotación de servicios y la producción agrícola, esta última planificada bajo criterios económicos, productivos y estéticos. Trabajaron en los pueblos de colonización arquitectos jóvenes hoy muy reconocidos que en aquel momento aún tenían difícil llevar a cabo edificaciones en áreas urbanas: José Tamés, al frente de la sección de arquitectura del Instituto, incorporó a José Luis Fernández del Amo -su impronta fue de gran calado. sobre todo en Vegaviana-, Alejandro de la Sota, Fernando de Terán, José Antonio Corrales, Antonio Fernández Alba o José Borobio, que aquí trabajaron, en general, buscando sintetizar rasgos vernáculos y racionalismo moderno.
Los diseños de cada una de estas localidades fueron, de este modo, distintos, una heterogeneidad impulsada por el Instituto. Siempre que respetaran algunos principios básicos, se dejó margen de libertad a los arquitectos; a veces los trazados fueron más convencionales, respondiendo viviendas y plazas porticadas a un gusto historicista, y otras veces se aprecia claramente una voluntad renovadora, ligada esta a lo local: se manifestó en el uso de materiales vernáculos, en la nula artificiosidad, en la separación de espacios circulatorios para viandantes y carros, la distribución de los caseríos en manzanas independientes, la diversidad en el diseño de los espacios comunes o el recurso del viario perimetral para dar por acabados los pueblos. Amado y Patiño han demandado, por ello, su no alteración.
La construcción de estas localidades fue financiada mediante suscripciones de particulares y empresas que se incrementaron paulatinamente entre 1947 y 1956; se presentaban ante las delegaciones del Banco de España. El coste de la maquinaria necesaria fue, en parte, sufragado a partir de contratos y créditos como los que el Instituto estableció con el Development Loan Fund estadounidense; la fiscalización de organismos internacionales desde los cincuenta (Banco Mundial y FMI) y una economía aún en horas bajas llevaron al fin paulatino de la autarquía y el inicio de la liberalización desde el Plan de Estabilización de 1959.
Desde los sesenta la política de colonización quedó relegada, en parte porque su rentabilidad a corto y medio plazo no era positiva, y los préstamos anteriormente otorgados por el Instituto Nacional de Colonización, el de Vivienda, el de Industria y el Servicio Nacional del Trigo quedarían centralizados en un único organismo que había de supervisar las cuentas: justamente el que ahora presenta esta exposición, el Instituto de Crédito Oficial. En adelante, además, las políticas agrarias e hidráulicas se dirigirían hacia la producción de energía, y el regadío continuó extendiéndose, pero ya no los pueblos de colonización.
Cuestiones económicas al margen, una de las señas de identidad de estas localidades fue la presencia de arte contemporáneo en sus iglesias (aunque no siempre fuera bien recibida). Fernández del Amo, a mediados de los cincuenta director del Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, favoreció la presencia en esos pueblos de artistas aún jóvenes cuyas creaciones podían incorporarse a los templos atendiendo al Concilio Vaticano II: fue el caso de Pablo Serrano, José Luis Sánchez, Eduardo Carretero, Venancio Blanco, Amadeo Gabino, Hernández Mompó, José Guerrero, Julián Gil, Juana Francés… Sus trabajos para este tipo de proyectos fueron muy diversos entre sí, y en todas las disciplinas: desde la abstracción geométrica a la figuración estilizada o el informalismo. Es difícil, en ocasiones, establecer autorías, dado que no están firmados, se han perdido o no forman parte de los catálogos de sus artífices; para hacer referencia a ellos en esta muestra se ha recurrido a bocetos o a piezas coetáneas; se ha recreado la Sala Negra habilitada como espacio complementario al Museo de Arte Contemporáneo, situada en un local de la calle Recoletos, que cobijó presentaciones dramáticas, favorecidas por ese tono en las paredes, de obras de Saura, Canogar o Millares.
Acompañan a esas piezas en el Museo ICO algunas de las fotografías que formaron parte del encargo español que la revista LIFE hizo a W. Eugene Smith en 1950. Su enfoque estaba determinado de antemano, y era el de mostrar pobreza y miedo cuando el Congreso estadounidense sopesaba conceder préstamos al régimen de Franco; el americano era contrario a esos acuerdos y pensaba que sus imágenes servirían para convencer de esa postura a sus compatriotas. Como vimos, no consiguió sus propósitos, pero sí levantó amplia polvareda en nuestro país.
Otro fotógrafo que cuenta con un capítulo propio en este recorrido es Kindel (Joaquín del Palacio), que entre los cincuenta y los setenta fotografió estos pueblos de colonización centrándose en sus construcciones: en sus volúmenes y luces y sombras, equiparadas metafóricamente entonces a la dureza de la vida de los colonos en sus primeros años. Contribuyó a gestar nuestra visión de esos lugares y, en el camino, de la arquitectura propia de la modernidad.
Y el último apartado de la exposición se dedica a quienes habitaron estas nuevas localidades, en su mayoría familias numerosas procedentes de pueblos cercanos y de probada buena conducta que aceptaron voluntariamente un traslado que les prometía mejores condiciones laborales. Otros grupos, minoritarios, sí llegaron de forma forzada: los afectados por la construcción de embalses que anegaron sus pueblos de origen. Unos y otros emprendieron nuevas vidas como emigrantes en su propio país, estableciendo ritos y festividades propios y tejiendo redes de solidaridad entre sí, de ahí que sus imágenes se entrelacen en el montaje como si generaran un bosque.
Tras años de trabajo, obtendrían la propiedad de sus casas y tierras; aquí un audiovisual les da voz. Como han señalado los comisarios, buscábamos arquitectura, nos encontramos con la gente.
“Pueblos de Colonización. Miradas a un paisaje inventado”
c/ Zorrilla, 3
Madrid
Del 14 de febrero al 12 de mayo de 2024
OTRAS NOTICIAS EN MASDEARTE: