Su vida fue muy breve -alcanzó apenas el medio siglo-, pero Óscar Domínguez supo lograr en esa trayectoria corta un estilo osado: es autor de composiciones marcadas por los contrastes, la fusión de lo real y lo imaginario y el misterio. Aquella habilidad para idear imágenes sorprendentes, su originalidad incluso en el contexto del movimiento surrealista, le llevó a ser reconocido como uno de los creadores más audaces de su tiempo.
Nacido en 1906 en una familia tinerfeña dedicada a las plantaciones de plátano, se trasladó en 1927 a París para expandir en Francia los negocios familiares y allí permaneció hasta su muerte. Siendo muy joven se sumergió de lleno en el ambiente artístico de esa ciudad en los treinta y conoció a André Breton y Salvador Dalí, que ejercerían una influencia determinante en su andadura. Su primera individual tuvo lugar en 1933, pero en su tierra: en el Círculo de Bellas Artes de Tenerife, impulsada por la revista Gaceta de Arte. Al año siguiente se sumaría a otro círculo, el del citado Breton (y a publicaciones, muestras y demás actividades colectivas), y a las notas propias del surrealismo incorporó referencias al paisaje de su isla y un acentuado simbolismo en sus objetos.


Le debemos, además, a Óscar Domínguez la invención de la “decalcomanía”, técnica consistente en introducir gouache negro líquido entre dos superficies, presionándolas azarosamente, que él consideró el mecanismo máximo de automatismo. Justamente la presencia en sus creaciones del azar, el deseo, el humor negro y lo irracional se estudian en la antología que ahora le brinda el Museo Picasso Málaga, bajo el comisariado de Isidro Hernández Gutiérrez.
También se analiza su obra desde la memoria de los paisajes canarios de su infancia y juventud: playas de arena negra, dragos y mares de nubes que se introdujeron en su imaginario, que pervivieron, tanto de manera evidente como simbólica, en su legado y que suponen su sello personal respecto a otros surrealismos. No nos referimos únicamente a naturalezas, sino a materias vivas que devienen en su producción imágenes oníricas, en las que las formas de la lava se funden con cuerpos mutilados y masas de color desbordante, interpretadas como erupciones de subconsciente. El aspecto lunar de sus escenarios no es en absoluto casual, sino una traslación visual de Tenerife, donde se fijó en lo telúrico, lo solitario y lo cósmico. El drago en sus composiciones se convierte en tótem, y los mares de nubes en un motivo a medio camino entre lo real y lo fantástico. Aunó el artista esa mitología canaria con los códigos propios del surrealismo europeo, esto es, el desafío al utilitarismo y la apertura hacia lo imprevisto y lo irracional.

En Málaga podremos contemplar un conjunto importante de piezas elaboradas con ese método de la decalcomanía, que esquivaba el uso de prensa y que daba lugar a formas inesperadas y texturas abstractas y sugerentes, con una elevada tensión visual derivada de su organicidad. Para el artista canario, era mucho más que un recurso técnico: suponía una senda a lo inconsciente y una herramienta lírica para capturar lo irracional y transformarlo en imagen simbólica. Trazó igualmente paisajes cósmicos en sus superficies litocrónicas, un modo particular de apresar el paso del tiempo en la materia pictórica mediante texturas y técnicas experimentales ligadas a la sedimentación del transcurso de los años.
En la ocupación alemana de Francia, durante la II Guerra Mundial, Domínguez no logró exiliarse, así que, desde su estudio en París, formó parte activa de las redes clandestinas de resistencia artística e intelectual contra el nazismo. Pese a todas las dificultades, su taller fue un lugar de encuentro para artistas comprometidos, especialmente para los jóvenes poetas de La manin à plume, que llevaban a cabo una intensa actividad editorial y de venta de obras de arte con el fin de mantener vivo el surrealismo y de financiar a los resistentes.

En ese contexto se avivaron los lazos entre Óscar Domínguez y Pablo Picasso, a quien consideraba “el hombre más sensacional de la época”. Atendió especialmente a su libertad formal y simbólica, mientras que el malagueño alabó la empatía y la energía volcánica y onírica del canario. Sin aquella amistad no podríamos entender las figuras fragmentadas y distorsionadas presentes en muchas composiciones de Domínguez que conjugan la tradición cubista y la poética surrealista.
La última década de vida del tinerfeño, la de los cincuenta, fue difícil e inestable para él tanto en lo personal como en lo creativo: padecía una enfermedad degenerativa, que acrecentó su tendencia melancólica y tuvo que ver con que sus trabajos ganasen en corporeidad, introspección y simbolismo.
Su lenguaje devino más sombrío y sus tonos se oscurecieron, pero no perdieron densidad emocional, y tampoco dejó de lado las formas metamórficas y los ecos de sus pasados paisajes. Nunca abandonó el surrealismo, pero sí sus artificios. Murió el último día del año 1957 en París.



Óscar Domínguez
C/ San Agustín, 8
Málaga
Del 20 de junio al 13 de octubre de 2025
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