Dore Ashton
Music ha sido y es, tal vez, el último de su generación que continúa tratando de articular “esas cosas” que experimentó en el campo de concentración.
La nueva generación, integrada en su mayor parte por artistas de cuarenta y pocos años o incluso más jóvenes, parece haberse apartado completamente de todo aquello, o al menos esa es la tesis presentada por el Museo Judío en esta exposición con la que esperan provocar la controversia. Y es polémica, pero no por el tema en sí mismo que, como explican los muchos autores del catálogo, se ocupa ahora de los verdugos y no de las víctimas.
El principal problema que tiene esta exposición es que los trece artistas que participan, en su mayoría europeos e israelíes, están más interesados en la insignificancia de la banalidad del mal, y además son imaginativamente desiguales para la tarea. En resumidas cuentas, son flagrantemente mediocres. La mayoría de las obras que presentan son “conceptuales”, lo que significa que emplean técnicas como el vídeo o la instalación para transmitir explícitamente un mensaje. No tengo ninguna objeción que poner a sus técnicas al fin y al cabo, algunos artistas, y de manera muy especial Alfredo Jaar y Krzysztof Wodicko, han adaptado magistralmente películas, diapositivas, materiales impresos y otros medios para realizar sagaces comentarios sobre el sombrío registro de sinrazones llevadas a cabo una y otra vez por la humanidad.
No obstante, en esta cita del Museo Judío los artistas carecen de profundidad y tampoco tienen esa clase de reserva que consigue obras de arte perdurables como las de Beckmann. Por ejemplo, hay una instalación en una sala que consiste en un tablero en forma de ajedrez con las caras de Hitler y Duchamp realizado por el artista muniqués Rudolf Herz. En el catálogo se nos informa de que los dos personajes fueron fotografiados por el fotógrafo favorito de Hitler. ¿Y? Sólo las elaboradas especulaciones de los autores del catálogo logran ir más allá de unas ideas a primera vista bastante insustanciales.
De manera similar, el artista israelí Roee Rosen nos invita, en palabras del comisario, “a convertirse, a representar, al menos durante la duración de su visita, el papel de la amante de Hitler, Eva Braun”. A través de un consciente solapamiento de elementos kitsch y de cuentos populares alemanes como Strewelpeter, Rosen presenta una escabrosa telenovela, pero con efectos demasiado previsibles.
Es cierto, como reivindica el museo, que estos artistas reflejan el mal, pero ¡ay!, lo hacen sobre un espejo de feria. Las únicas preguntas que plantean son las que formulan los autores del catálogo, para quienes las obras expuestas son sólo un pretexto para expresar sus propias preocupaciones. El más avezado es el historiador del arte James E. Young, que aborda la muestra con bastante cautela y formula la pregunta crucial:
“¿Imágenes del sufrimiento o de los malhechores que causaron tal sufrimiento?. ¿Qué es peor? ¿La conversión de las víctimas en producto de consumo cultural o la fascinación comercial por los asesinos? Estos artistas dejan pender peligrosamente estas preguntas sobre nuestras cabezas”
Es verdad que cuelgan sobre nosotros, pero la verdad, no muy peligrosamente.
Zbigniew Libera, Lego concentration camp set (detalle)
Tom Sachs, Giftgas giftset, 1998