Por una trayectoria artística sólida y transdisciplinar, desde los años 60 a la actualidad, en la que ahonda en el concepto de ritual y fiesta, con un sentido lúdico y participativo que evidencia el carácter político y crítico de su obra, Antoni Miralda fue reconocido ayer con el Premio Velázquez de Artes Plásticas. El jurado, del que han formado parte Román Fernández-Baca, Concha Jerez (penúltima ganadora de este galardón), Xoán Anleo, Natalia Majluf, Miguel Zugaza, Antonio Franco, Isabel Tejeda y Elvira Dyangani, destacó también que sus acciones colectivas, que involucran a gran parte de la población, tanto a audiencias vinculadas al mundo artístico como también a agentes de la vida cotidiana, exaltan en particular su capacidad de seducción estética, el carácter organizativo de su práctica, y su incansable trayectoria.
El Premio Velázquez viene concediéndose desde 2002 –aunque en 2012 no se falló– y lo han recibido desde entonces Ramón Gaya, Tàpies, Palazuelo, Juan Soriano, Antonio López, Gordillo, Cildo Meireles, Antoni Muntadas, Doris Salcedo, Artur Barrio, Jaume Plensa, Esther Ferrer, Isidoro Valcárcel, Marta Minujín y la mencionada Concha Jerez. Se otorga en reconocimiento a una carrera, al conjunto de una producción, en el ámbito español e iberoamericano, y está dotado con 100.000 euros.
En el caso de Miralda, quizá uno de nuestros artistas con más variados intereses y a su vez más coherente en su versatilidad, esta carrera empezó hace cuatro décadas y siempre se caracterizó por dos rasgos relacionados entre sí: de un lado, la búsqueda constante de la participación del espectador, reclamando para la creación una vocación pública; de otro, la reivindicación de su vertiente lúdica.
Por esa misma razón, porque no cree este autor catalán en un arte nacido a espaldas del público y concebido únicamente para alimentar rigores intelectuales, ha indagado a menudo en la riqueza del patrimonio y la memoria inmaterial: ritos, fiestas, liturgias y procesiones a los que ha vinculado buena parte de sus happenings. Y cuando no ha subrayado ese potencial artístico de los procesos que no devienen objetos, ha explorado las posibilidades, tanto creativas como críticas, de lo comestible; lo ha hecho en forma de objetos, como banderas o paisajes que se pudren y transforman a través de los que reflexionaba sobre la transformación del arte más allá de sus escenarios habituales (complejos museísticos o expositivos cerrados). Sin dejar nunca de lado la investigación, y queriendo ligar su producción a costumbres comunitarias, se ha servido de la comida apelando a todo lo que de nosotros expresa.
Sin embargo esta no apareció en su carrera hasta alcanzar cierta madurez: primero fueron sus Soldats Soldés, assemblages nacidos de la acumulación de figuras de soldados de plástico blanco que llevó a cabo a fines de los sesenta y principios de los setenta. Su uso de la comestible llegó tras establecerse en París y detectar que el rito de alimentarse, además de estar asociado a múltiples ceremoniales, está lleno de simbolismos y de colores.
Y si en París comenzó Miralda a servirse de la comida, en Nueva York, donde residió entre los setenta y los noventa, incorporó a sus trabajos esa dimensión de lo público y lo interactivo, tan imbricada, por otro lado, en el propio acto del comer como elemento de cohesión social. En ese línea podemos entender sus proyectos Fest für Leda, Wheat & Steak, Santa Comida o la creación, junto a Montse Guillén y en el barrio de Tribeca, del restaurante El Internacional. También una obra que fue puro proceso: Honeymoon Project (1986-1992), que simboliza el matrimonio entre la Estatua de la Libertad de Nueva York y el monumento a Cristóbal Colón del puerto de Barcelona, con el que estudió los conceptos de conquista, libertad y los intercambios culturales entre Europa y América.
Ya a mediados de los noventa, a partir de sus tan interiorizadas nociones de comida como cultura y de museo como espacio sin paredes, inició un camino de exploración y coleccionismo, de preservación y de documentación, de las relaciones entre alimento, arte y cultura popular (que no entre alta y baja cultura). Esas indagaciones le han llevado a la Expo de Hannover en el 2000, con su Food Pavilion; a trabajos donde, además, vinculó el comer y el poder, como Power Food y Sabores y Lenguas; al Palacio de Velázquez, donde el Reina Sofía le dedicó la retrospectiva “De gustibus non disputandum” en 2010, o a Expo Milano 2015, donde mostró la instalación El viaje del sabor.
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