Este año se cumplen treinta desde que falleciera en Madrid Maruja Mallo, la artista que desde la Residencia de Estudiantes de Madrid participó del primer surrealismo español y de la Generación del 27, conjugó en su obra las celebraciones populares con toques esotéricos, una impronta dinámica y evidente modernidad; fue ampliamente reconocida en América (donde residió desde 1937 y hasta los sesenta) y regresó triunfalmente a Madrid convertida en artista, y personaje, legendaria.
En colaboración con el Museo Reina Sofía, adonde viajará en octubre, el Centro Botín ha inaugurado hoy “MARUJA MALLO: Máscara y compás. Pinturas y dibujos de 1924 a 1982”, la que es su mayor retrospectiva hasta ahora, que ha sido comisariada por Patricia Molins, miembro del Departamento de Exposiciones Temporales del MNCARS. Consta la antología de noventa pinturas y de una selección de trabajos fechados entre mediados de los veinte, cuando comenzaba a cultivar un estilo próximo al realismo mágico, hasta los años ochenta, cuando sus creaciones transitaban entre lo geométrico y lo fantástico: ante todo podemos calificar la obra de la artista gallega como heterogénea, pues le interesaron tanto las verbenas como las sendas de la vanguardia, la dimensión ética del arte y la política. Las interpretaciones más recientes de su legado han querido encontrar en él el reflejo de las preocupaciones de su tiempo y también la anticipación de algunas posteriores, en relación con el carácter universal de determinadas inquietudes humanas, las desigualdades raciales y económicas, la reivindicación de la mujer, la capacidad del arte para detectar capas invisibles de la realidad o la preservación de la naturaleza; en ellas hace hincapié, asimismo, esta propuesta y adquiriría así Mallo un cierto rol visionario.

El recorrido se inicia con su paso por la Real Academia de San Fernando, donde además de conocer a la dibujante pionera de tebeos Francis Bartolozzi estrechó lazos con Dalí. Entre sus profesores se encontraron Chicharro o Romero de Torres, que dejaron su impronta en sus creaciones tempranas; otro de sus referentes, para ella y para varios artistas de su generación, fue el libro Realismo mágico de Franz Roh, publicado en 1925, por dar a conocer un lenguaje alternativo para el realismo que lo renovaría en tiempo de preeminencia del cubismo y la abstracción: podría no albergar narración y brotar de lo popular. A Santander han llegado dos de esas pinturas iniciales de los veinte, procedentes del Museo Provincial de Lugo (Indígena y Retrato de señora con abanico), que señalan su interés, desde los comienzos, por la representación de la mujer contemporánea y de las culturas alejadas.
1927 sería un año importante para ella: se trasladó a Canarias, cuyo paisaje sería todo un descubrimiento; empezó a convertir a la mujer en el eje de sus pinturas, no como musa sino como tema; y presentó su primera exhibición en Madrid, en las oficinas de la Revista de Occidente, recibiendo alabanzas de Ortega y Gasset. En ese año y en el siguiente llevó a cabo una de sus composiciones más difundidas, Las verbenas, en la que comenzaba a mostrar una postura propia en el debate, manejado por la citada Generación del 27, sobre las relaciones entre la cultura popular y el arte de su tiempo, entre las tradiciones y la modernidad. La estructura de la imagen, geométrica con un sentido simbólico, se nutre de las relaciones entre las figuras y los decorados propias de los guiñoles y del tratamiento en el cine de la simultaneidad y la superposición; recoge tipos diversos retratados desde la chanza: mujeres ataviadas como ángeles negros, reyes y magistrados de cartón piedra, toros y manolas componiendo pequeños teatros, e intelectuales subidos en cerdos que tiran de un tiovivo que los conduce a mundos más allá, como China o las pirámides.
No será la única verbena en el Botín: esta exhibición es la primera en reunir sus cinco escenas de este tipo desde aquella muestra en la Revista de Occidente; dos de ellas (El Mago/Pim Pam Pum, que llegará en unas semanas, y Kermesse) proceden del Art Institute of Chicago y el Centre Pompidou.


Se contraponen claramente con sus composiciones de los treinta, en las que trabajó tras padecer un grave accidente de tráfico y una ruptura tempestuosa con Rafael Alberti, y dejándose influir por la estética de la Escuela de Vallecas y de Benjamín Palencia. Podremos contemplar Cloacas y campanarios (1930-1932), en la que la figura humana no aparece más que a través de sus residuos o huellas y cobran importancia, sobre todo, las texturas y la materia; Tierra y excrementos (1932), de bases similares; o El espantapájaros (1930), que ofrece una visión necrológica de la naturaleza desde un enfoque surrealista.
Entre 1931 y 1933 residió en París, gracias a una beca destinada a que se formara en escenografías. Allí conoció a Picasso y a Miró, y empezó a investigar en torno a las posibilidades del espacio como soporte tridimensional de la obra en lugar del plano pictórico (esas indagaciones se materializarían en la escenografía de Clavileño, un ballet de Rodolfo Halffter que no llegó a presentarse en la Residencia de Estudiantes a causa de la Guerra Civil). A su regreso a España llevó a cabo trabajos como Arquitecturas minerales y vegetales (1933), reduciendo las figuras a líneas o secciones anatómicas y aplicando la materia conforme a texturas muy marcadas, queriendo romper la dicotomía entre figura y fondo; o Arquitecturas rurales (1933-1935), en el que dibujó esqueletos o carcasas de silos, almiares y demás construcciones empleadas para la cosecha de cereales, jugando con la dicotomía entre lo animado y lo inanimado. La materia también era aquí muy relevante, pero se sometía a la geometría, un proceso que tendría su punto culminante en las cerámicas, en las que la tierra adquiere a un tiempo un valor constructivo y no destructivo, como en esa serie de Cloacas y campanarios.
1937 fue el año en que tomó rumbo a América, primero a Argentina, y en el que comenzó la serie La religión del trabajo (1937-1939), en la que hizo suyas imágenes arcaicas de diosas o damas oferentes, con el rostro enmarcado por espigas o redes. Emprendió con ellas una etapa que llamó “renacimiento”, un clasicismo nuevo en el que desarrollar su visión del arte como salvación frente al tiempo y la destrucción bélica. Se refirió a este conjunto como nacido de su “fe materialista en el triunfo de los peces, en el reinado de la espiga”; con ellos se compenetran y entrelazan las manos humanas. Desde este momento apreciamos en Mallo el recurso a una fuente de luz baja que incide de forma lateral en las figuras, la propia del inicio o el final del día.

En los años cuarenta se emplearía en Las Naturalezas vivas (1941-1943), que remiten a figuras femeninas, sensuales y coloristas, insertas en composiciones que, por sus conchas y flores, aluden al reino animal y al vegetal como metáfora del cuerpo humano. En adelante, buscaría incorporar en sus creaciones la cuarta dimensión atendiendo a los hallazgos de la física de entonces, que abandonaba la concepción estática del espacio en favor de una dinámica del espacio-tiempo. En pinturas como Naturaleza viva II (1941-1942) o Naturaleza viva XII (1943), los elementos marinos atravesados por vegetales ofrecen un aspecto sexualizado y orgánico.
En Latinoamérica, y sobre todo en Brasil, conoció Mallo paisajes y poblaciones cuya variedad física y su sincretismo cultural y racial llevó a su trabajo. A partir de este momento, se propuso idear un método sistemático de representación de una humanidad nueva, en parte como respuesta al racismo y al nacionalismo de los treinta: quiso plasmar espacios y tiempos circulares, a la vez presentes y eternos, en los que se sumen cabezas, máscaras y acróbatas de formas simbólicas e idealizadas, manifestación de su creencia en el arte como visión perfeccionada de lo real y abierto al futuro. Desplegó cabezas estáticas en las que ensaya la fusión entre razas, entre razas y animales, y entre sexos, como en La cierva humana (1948) o en Oro (1952). Sus Máscaras de esos años, en las que confluyen emociones positivas y negativas, son deudoras, asimismo, de los estudios sobre Freud que Mallo inició en ese periodo.
En 1962 regresa a España, donde se asentaría definitivamente tres años más tarde, y realiza sus últimas series: Moradores del vacío y Viajeros del éter, ligadas a viajes reales o imaginarios, cruzando los Andes o atravesando el Pacífico, que había interpretado como experiencias levitatorias en las que habría contactado con dimensiones suprahumanas. En parte, de ellas surgirían sus espacios siderales infinitos, en los que formas circulares dejan paso a geometrías serpenteantes y complejas y las figuras devienen seres sometidos a procesos simbióticos o metamórficos que se corresponden con el proceso evolutivo completo, de la célula a las máquinas espaciales pasando por los animales.
La exposición finaliza con las obras que creó durante sus últimos años, recuperando motivos de sus distintas épocas y plasmándolos con tonalidades simbólicas (gamas de azules, rojos y amarillos); también con viñetas que había realizado para las portadas de la citada Revista de Occidente y con una serie de grabados de los setenta, fotografías y audiovisuales.

“Maruja Mallo: máscara y compás”
Plaza Emilio Botín, s/n
Jardines de Pereda
Santander
Del 12 de abril al 14 de septiembre de 2025
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