Decía Raffaele La Capria, en su compilación de ensayos La nostalgia de la belleza, que desde la II Guerra Mundial experimentaba melancolía respecto a esa cualidad, que la sentía como una ausencia, una falta, y que la situación le generaba infelicidad, una desdicha que entendía que podía extenderse a toda la humanidad. De otro italiano, Roberto Peregalli (la añoranza podría ser, seguramente, en este país un género literario o cinematográfico autónomo) nos llegó hace unos años, de la mano de Elba, Los lugares y el polvo, otro conjunto de textos que está centrado en las huellas del paso del tiempo -sobre nosotros mismos, sobre los objetos más teóricamente banales, y los más valiosos, y sobre la arquitectura- pero que acaba deviniendo otro tratado nostálgico sobre todo aquello que nos perdemos por no dejarnos, y no dejar a los materiales, envejecer sin más, sin aderezos.
Peregalli, milanés de 1961, formado en filosofía y arquitectura, disciplinas las dos muy presentes en este libro, es autor también de publicaciones sobre la antigua Grecia y sobre Proust, pero su volumen más difundido es este, casi una enmienda a la totalidad a ciertos modos de vida que hemos entendido por contemporáneos, en la mayoría de los casos sin demasiada protesta: la prisa, la primacía de los objetivos sobre el camino para conseguirlos, la aceptación de degradaciones de la naturaleza y del patrimonio que él considera violencia legal y, muy especialmente, la adopción de la tiranía de la juventud llevada a múltiples dimensiones, no solo a nuestro físico.
Cuando se permite el reflejo de los años, los siglos, sobre paisajes, construcciones, obras de arte y enseres varios, no modificándolos más que lo necesario para su pervivencia, es cuando, según Peregalli, percibimos en ellos rostros, mensajes, una expresividad propia, imposible de encontrar cuando los trucos (en su expresión, y los señuelos del progreso) los ocultan, negando a la vez el hecho básico de que todo aquí es transitorio y mortal, y en esa circunstancia, en su provisionalidad, reside parte de su valor.
Recurriendo a menudo a Heidegger (que afirmó que solo lo que aparece en el mundo como algo de poca monta puede llegar a hacerse alguna vez cosa) y remitiéndonos a Tanizaki, que hizo una labor parecida a la suya en relación con la luz y la oscuridad, este autor nos habla de fachadas que pueden ser caras si las dejamos; de los cristales, en referencia a las ventanas que son como la mirada de una casa; el blanco, al que niega neutralidad por albergar sombras y polvo; la luz (todas son iguales desde el imperio de la artificial para Peregalli), lo gigantesco (los monumentos antiguos nos pertenecían por enfocarse hacia quien los habitaría, los nuevos no); las ruinas y reconstrucciones (la decadencia forma parte de nosotros, hemos de ser capaces de tolerar la fragilidad), la pátina (que da vida a las cosas y las inserta en el tiempo), el ornamento (su supresión vuelve anónimos los lugares), los museos (un espejo dramático de nuestro tiempo, en su opinión) y la mímesis, que vincula con la naturaleza y con el hombre y lleva mucho más allá de la copia pictórica, hacia la noción de habitar espacios sin romperlos. En un último capítulo de Los lugares y el polvo, también valioso, nos recomienda libros y películas que guardan relación con sus inquietudes (no todos disponibles, eso sí, en castellano).
Entiende el italiano que el tiempo, y no cualquier cualidad (fugaz), imprime alma a lo vivo y a lo inerte al concederle vulnerabilidad y, en el camino, al hacerlos susceptibles de ser recordados, añorados por más que, como charcos, fragmentos rotos, ruinas, no respondan ya a lo que entendemos por noble. Esas pobres cosas componen, como apunta en la introducción, el tejido de nuestra vida.
TÍTULO: Los lugares y el mundo
AUTOR: Roberto Peregalli
EDITORIAL: Elba
IDIOMA: Castellano
PÁGINAS: 150 pp
PRECIO: 21 euros
TRADUCCIÓN: Ernesto Hernández Busto
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