Los buenos conocedores de la historia del Museo del Prado saben que la escultura forma parte de sus colecciones desde sus mismos inicios, por más que solamos llamarlo pinacoteca: fundado como Real Museo de Pinturas en 1819, solo transcurrieron siete años hasta que se encargó al escultor de Cámara José Álvarez Cubero seleccionar piezas para incorporar a sus fondos en los Palacios Reales. Continuaría aquella tarea Valeriano Salvatierra, que sumó trabajos de diferentes remesas, y ya en 1838 la denominación primera del centro adjuntaría la escultura, abriéndose oficialmente algunas salas centradas en esa disciplina.
Los fondos del Prado en tres dimensiones continuaron enriqueciéndose en la segunda mitad del XIX, fundamentalmente a partir de las obras galardonadas en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes; de 1862 data el catálogo de su escultura clásica que publicó Emil Hübner y entre 1878 y 1881 acondicionaría Alejandro Sureda, para mostrarla, dos galerías que daban a la fachada de la primera planta hacia el Paseo del Prado, con grandes columnas jónicas en su exterior. Aquellos espacios venían a sumarse a diversas salas en la planta baja del edificio de Villanueva, también destinadas a esos fines, y en ellos se mostraban las esculturas sobre pedestales y ménsulas de escayola, el material que se empleó igualmente para las cartelas que aún podemos ver allí.
Ambas galerías permanecieron abiertas hasta 1919 y ahora, algo más de un siglo después, el Prado ha recuperado una de ellas, la situada en el lado norte, de viva luz natural y cuya arquitectura ha sido acondicionada para la ocasión. Accederemos a ella desde la Galería Central y encontraremos allí 56 piezas que destacan por su diversidad y riqueza material y que a su vez subrayan la relevancia que adquirieron en los fondos reales las composiciones grecolatinas o las que, en el Renacimiento y el Barroco, las evocaron.
En un primer momento pertenecieron estos trabajos a cuatro colecciones: la del poeta y diplomático Diego Hurtado de Mendoza (se le barajó como posible autor del Lazarillo de Tormes); la de Gaspar de Haro y Fernández de Córdoba, séptimo marqués del Carpio; la de la reina Cristina de Suecia, que sería adquirida por Felipe V, y la de José Nicolás de Azara, quien concedería a Carlos IV sus antigüedades y financiaría la excavación de la Villa de los Pisoni, próxima a Villa Adriana. Un excelente retrato de este último, a cargo de Mengs, puede verse también en el Prado.
La mayoría de las obras ahora expuestas han sido restauradas para la ocasión y se fechan entre la antigüedad egipcia y el Barroco tardío, aunque no se muestran cronológicamente, sino incidiendo en sus relaciones técnicas o expresivas y también en el carácter apasionado y heterogéneo del coleccionismo real, como ha subrayado hoy Manuel Arias, Jefe del Departamento de Escultura y Artes Decorativas (además, las tres puertas de la galería han condicionado el discurso).
Se inicia el conjunto con un grupo egipcio: dos pequeñas cabezas e ídolos que fueron adquiridos por el Marqués del Carpio y que se elaboraron a partir de fragmentos arqueológicos (piezas como estas solían tener vidas largas y accidentadas). Frente a su hieratismo y frontalidad, las obras grecolatinas nos ofrecen rostros a menudo individualizados, buscando su identificación, o se plantearon en ocasiones como relicarios.
En su momento se dispusieron en cruces de caminos o jardines y después pasaron a enriquecer bibliotecas, nos ofrecen un realismo crudo o idealizado y también una estupenda representación de peinados femeninos y barbas masculinas. Encontraremos a filósofos y escritores como Homero, Jenofonte o Sofoclés; a la emperatriz Julia Domna, varios retratos de damas, interpretaciones romanas de iconografías egipcias y algún animal, como un toro de taller romano, seguramente policromado, que perteneció a la monarca sueca y que resulta extraordinario en su verismo; se decía en un inventario que era tan verosímil que algunos perros, a primera vista, lo ladraban. Le da la réplica un jabalí en mármol blanco del siglo XVII.
De época renacentista, apreciaremos aquí medallones inspirados en la numismática y destinados a la ornamentación arquitectónica, grandes relieves en mármol, como el de Lucio Vero; retratos en bulto redondo de Julio César o Cicerón y el idealizado de Hermes-Antinoo y, entre las piezas más recientes, se llevarán muchas miradas La gruta de Posilipo en Nápoles, elaborada en piedras duras (este es un lugar de peregrinación por encontrarse cerca enterrado Virgilio), o una Medusa de autor anónimo que reproduce la de Rondanini, de la Gliptoteca de Múnich, elogiada esta última por Goethe. A su cabeza decapitada se atribuyeron, ya sabéis, poderes extraordinarios.
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