En el círculo de Gustav Klimt y la Secesión Vienesa nacería y se consolidaría la figura de uno de los más sutiles retratistas del siglo pasado, Oskar Kokoschka, cuyos comienzos contaron además con el amparo de Adolf Loos. En sus pinturas iniciales, que fueron retratos, ya hacía gala de una clarividencia inaudita al contemplar la personalidad de sus modelos, tanto que los críticos contemporáneos dijeron de él que radiografiaba el alma y el carácter; y lo lograba, paradójicamente, dando a sus composiciones un aire alucinado que las hacía absolutamente personales.
Era frecuente que sus retratados negaran cualquier parecido entre su físico y las pinturas y, en alguna ocasión, llegaron a decir que esas obras habían dañado su reputación; pero los dibujos de Kokoschka fueron publicados paralelamente en la revista vanguardista Sturm, de la mano de Herwarth Walden, quien introdujo a este artista en Berlín en 1910, y quien, según bastantes testimonios, acuñó por primera vez el término expresionismo (puede que fuera esta la primera corriente del siglo XX en ser bautizada sin intenciones despectivas).
Hay que subrayar que, en los mismos años en que el de Pöchlarn desarrollaba esos retratos tempranos caracterizados por su penetración psicológica honda y por su agitación, valiéndose de capas de pintura fina y de combinaciones de colores muy matizadas -y trabajando a veces con los dedos, o subrayando con el pincel las líneas entretejidas de los lienzos-, Mahler componía sus sinfonías monumentales, que aunaban referencias al pasado y una mirada al futuro, y Arthur Schnitzler, en la estela de Sigmund Freud, se sumergía en nuestra psique, a la que calificaba como “vasto país”.
En ese contexto y en el arte expresivo y sofisticado del austriaco nos sumerge “Oskar Kokoschka: Un rebelde de Viena”, antología que presenta, desde el próximo día 17, el Museo Guggenheim Bilbao en colaboración con el Musée d’Art Moderne de París, y que han comisariado Dieter Buchhart, Anna Karina Hofbauer, Fabrice Hergott y Fanny Schulmann. Además de su éxito temprano en esa ciudad, del apoyo que recibió de Klimt y de la influencia que ejercería en Egon Schiele, recordará esta retrospectiva sus posiciones pacifistas, su reivindicación de la unidad de Europa en los últimos compases de la II Guerra Mundial, su activismo político y el resto de roles creativos en los que volcó sus inquietudes: la escritura y el teatro.
Veremos en Bilbao sus trabajos tempranos, radicales en sus líneas y sus experimentaciones tonales y vinculados al ambiente convulso que, en los años previos a la Gran Guerra (en la que se enroló voluntariamente), exaltaba la velocidad y la potencia física. Sus dibujos primeros los centró en el cuerpo humano y trató de incorporar dinamismo a través de trazos sutiles, pero expresivos: adoptaba una senda que se distanciaba del Art Nouveau para basarse en la angulosidad de las líneas, el rasgo de la obra de Kokoschka que el citado Schiele heredaría de forma directa pero que el público vienés entonces no aplaudió.
Loos, como dijimos uno de sus primeros mecenas, le procuró un buen número de encargos, especialmente retratos, que precederían a las composiciones de este género en las que dejaría definitivamente de lado las convenciones clásicas (idealización, fondos definidos) para convertir su pintura en un instrumento de análisis: buscó revelar la interioridad de sus representados, a quienes plasmaba desde la inmediatez y situados en espacios cromáticos difusos. Una de ellos fue, inevitablemente, Alma Mahler, a quien conoció siendo huésped del pintor Carl Moll, en 1912, y a quien enviaría desde entonces en torno a cuatrocientas cartas de amor. Su relación, que finalizó en 1914, fue tormentosa, pero fructificaría en un buen número de lienzos e incluso en una muñeca que encargó Kokoschka en Dresde.
Poniéndonos en contexto, nuestro autor era un pintor, y un hombre, apasionado, que sufría tanto por la fragilidad y la incertidumbre de su época como por sus propios defectos; también por la lucha, interna en él, entre razón y eros: aquella muñeca comenzó a llevarla consigo en 1920, siendo profesor en la Academia de la ciudad alemana; se trataba de un maniquí manufacturado de tamaño natural, que debía servirle para su actividad didáctica pero que terminó por ir con él a cualquier sitio, incluso al teatro. Probablemente esa búsqueda de compañía a toda costa fuera una manifestación de desesperación y soledad tras aquella fuerte decepción amorosa.
A la que fue esposa de Gustav Mahler, y luego de Gropius y Franz Werfel, le brindó La novia del viento, obra que simbolizaba la lucha de los sexos, para el pintor eterna: era cosa del destino. De hecho, el título original de este cuadro es Die Windsbraut, que se traduciría como huracán o torbellino. La mujer, claro retrato de Alma, aparece dormida con el cuerpo echado hacia un lado y reclinado sobre el del hombre, que no duerme: la mirada de él se dirige al vacío desde unas cuencas profundas; su piel sobre el cráneo parece pergamino y cuelga del cuerpo en jirones. Esta extraña escena se desarrolla en un espacio, como es habitual en Kokoschka, indeterminado: la pareja podría estar girando en un remolino.
Recompuesto de la ruptura y de las heridas de la guerra, el final de los años diez y el principio de los veinte fue fecundo para el pintor, que realizó obras de formas libres y colores puros en las que figuras y objetos parecían a punto de diluirse (y luces y sombras, próximas a fundirse). Con el apoyo de Paul Cassirer, su galerista, viajó por Europa, norte de África y Oriente Próximo y sus paisajes, vistas urbanas y retratos de entonces marcan todo un cambio de época: no buscaba captar realidades tangibles, sino atmósferas, y adquirió una expresividad vital de la mano de los colores.
Muchos trabajos de entonces, sobre todo escenas urbanas y naturales, están realizadas desde un punto de vista alto; parece que esos miradores elevados le permitían procesar y asumir sus pasadas experiencias en las trincheras. Pero tiempos difíciles estaban igualmente por llegar: el suicidio de Cassirer y la crisis del 29 afectaron mucho al artista, que en 1932 regresó a una Viena ya devastada por los altercados que acompañaron el auge del fascismo.
Poco después, en 1934, estalló allí el conflicto civil entre fascistas y socialistas, la madre de Kokoschka murió y el pintor se trasladó a Praga, ciudad originaria de su padre, donde vivía su hermana y donde conocería a la que sería su esposa, Olda Palkovská. A aquel ambiente prebélico respondería con paisajes bucólicos y acentuando su compromiso político: impartió conferencias, publicó artículos y, a la inclusión de su producción en muestras dedicadas a arte degenerado, contestó llevando a cabo su Autorretrato de un artista degenerado.
La anexión de Austria, finalmente, le llevó a exiliarse en Reino Unido, donde era un desconocido y tuvo que empezar prácticamente de cero. No abandonó su compromiso, esta vez en forma de carteles y textos, convencido de que el artista debía ejercer de alarma (política); finalizada la II Guerra Mundial, se negó a instalarse de nuevo en Viena.
La difícil posguerra trajo sin embargo, para Kokoschka, la consagración internacional: Kunsthalle Basel le dedicó una individual en 1947 y, en los dos años siguientes, acogieron su obra museos de Boston, Washington, St. Louis, San Francisco y Wilmington; el periplo de aquella itinerante terminó en el MoMA. En 1953, y hasta el fin de su vida, se asentaría en Suiza, donde se avivó su curiosidad por los Antiguos Maestros y por el arte grecolatino y volvió a desplegar figuraciones expresivas que remitían a las de su primera época. Muchas de ellas correspondían a escenas mitológicas y tragedias griegas, y se relacionaban en el fondo con su deseo de una unidad europea que fuera también cultural.
Partiendo de las aportaciones del pedagogo Jan Amos Komenský (Comenio), fundó en Salzburgo un centro de enseñanza a través del arte que llamó Escuela de la Visión y que haría pervivir su legado entre los artistas jóvenes, un legado de crudeza y pinceladas urgentes ligadas a su concepción de la pintura como forma de subversión y conocimiento.
“Oskar Kokoschka. Un rebelde de Viena”
Avenida Abandoibarra, 2
Bilbao
Del 17 de marzo al 3 de septiembre de 2023
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