Nació en una pequeña ciudad minera de Pensilvania en 1946, se formó en arte, diseño y fotografía y se propuso descubrir y mostrar a los individuos que retratase tal como eran y no como podrían ser. Judith Joy Ross no descubrió pronto que la cámara podía ayudarle a comprender el mundo, pero cuando lo hizo no dejó de hacer uso de ella (la primera, una de 8 × 10 pulgadas) para tratar de responder a inquietudes personales próximas a lo existencial: cómo se gesta nuestra identidad, por qué merece la pena vivir o cómo posicionarse ante una guerra, si existe un modo correcto.
El retrato es el género en torno al que ha articulado su trayectoria y sus modelos no los ha buscado lejos: se trata de trabajadores, como la propia fotógrafa, a los que observa en un plano de total igualdad, sin la distancia que suelen manejar la mayoría de los autores especializados en la instantánea de calle. Con cada uno de ellos entabla una relación cercana y particular, sorteando en ocasiones recelos; era su modo de captarlos con honestidad y solía implicar un vínculo intenso, aunque efímero, que la propia Joy Ross no consideraba muy lejano al amor. Uno que, en sus palabras, dura un instante y luego desaparece.
Su primer proyecto fue uno de los más personales: lo llevó a cabo en Eurana Park, una pequeña arboleda donde la artista jugaba de pequeña y a la que regresó tras la muerte de su padre, en 1981; logró evadirse del dolor capturando imágenes de los niños y jóvenes que, como ella misma de pequeña, se divertían allí, envueltos en atmósfera de inocencia y de comienzos, favorecida en sus obras por una luminosidad tenue y fondos desdibujados. Por la misma razón viajó también a Nanticoke, pequeña ciudad donde su progenitor había trabajado en una tienda. Rastreó los escenarios donde había estado junto a él, en imágenes de clara pátina nostálgica.
Lo cotidiano y las personas sin disfraz nunca dejaron de interesarle, por lo que tienen de bello, misterioso y, sobre todo, de próximo. Nunca juzgó, ni ensalzó ni subrayó maldad en quienes fotografió, más bien buscó capturar su humanidad y el reflejo posible en su rostro de su historia y su porvenir: en palabras del comisario Joshua Chang, estas imágenes demuestran la capacidad de un retrato para atisbar el presente, el pasado e incluso el futuro de un sujeto (…). Con penetrante delicadeza, Ross refleja el rostro, la disposición y el porte de los individuos que se presentan ante su objetivo, empeñada en captar la complejidad de su ser verdadero.
En ese cometido, se deja la artista llevar por la intuición: a diferencia de retratistas célebres como Nadar o Sander, nunca ha tenido estudio propio y muy rara vez ha trabajado por encargo; fotografía, dice Chang, para entender el mundo con sus propias reglas, un conjunto de condiciones que suele comenzar con una idea concreta pero que a menudo conduce a algo más. En efecto, Roy Ross se vale de la cámara para acercarse a los individuos que fotografía, pero también trata a través de ella, una vez iniciada la conversación, de trascender su reflejo, llevando su producción hacia terrenos más enigmáticos y graves. En cada rostro, aprecia un pozo de preguntas; en los más inexpresivos, como el del compañero de piso de su hermano, uno sin fondo.
Ni salía a las calles para encontrar sus modelos ni los esperaba en su taller: fijaba previamente los temas de su interés (el citado Eurana Park, los visitantes del Monumento a los Veteranos de Vietnam, los miembros del Congreso durante el escándalo del Irangate, los niños de las escuelas públicas de su ciudad natal, Hazleton) y allí acudía buscando rostros e instantes que la iluminasen, con las mínimas ideas previas.
En torno a esos temas, que Joy Ross calificaba como campañas, y también cronológicamente se vertebra la exposición que Fundación MAPFRE le brinda en Madrid, de la que forman parte asimismo numerosas imágenes hasta ahora desconocidas y no realizadas para ningún proyecto en concreto. Todas proceden de los archivos de la artista, pero merece la pena recordar que sus trabajos se integran ya en los fondos del MoMA y que también ha expuesto en el San Francisco Museum of Modern Art, la National Gallery of Canada de Ottawa, el Lillehammer Art Museum noruego, el Sprengel Museum de Hannover o el Die Photographische Sammlung/SK Stiftung Kultur de Colonia, que acogió hace una década su primera retrospectiva. Esta misma antología de MAPFRE viajará después a LE BAL (París) y el Fotomuseum Den Haag de La Haya.
En su contemplación percibiremos cómo, en ocasiones, unas series le conducían a otras: fijarse en los rostros de quienes honraban a los fallecidos en Vietnam, en ese Monumento a los Veteranos levantado en Washington, le llevó a querer fotografiar también a los políticos que tomaron la decisión de involucrar a su país en aquella guerra (y ese interés coincidió con el escándalo de Irán-Contra por la financiación y el tráfico ilegal de armas y droga por parte del gobierno estadounidense y de los de Irán y Nicaragua, en la etapa de Reagan). Por su objetivo pasaron representantes del Congreso y algunos de los ayudantes que le permitieron acceder a ellos; una vez más, su mirada no revela posicionamiento, sino la búsqueda de la humanidad de los protagonistas.
Sus retratos de Easton, en Nanticoke, también resultan conmovedores; nos muestran a individuos particulares que no se esfuerzan por aparentar lo que no son y, en ese sentido, conectan con las esencias de todos. Sus instantes cotidianos pueden recordarnos a los nuestros y, efectivamente, son los nuestros.
Decíamos que los modos de trabajo de Joy Ross tienen poco que ver con los de las figuras canónicas del género del retrato, pero Sander y su gente del siglo XX sí fueron su punto de partida a la hora de fotografiar a trabajadores de muy distintos oficios, a reservistas del ejército estadounidense en alerta roja y a manifestantes contrarios a la Guerra del Golfo, todos absortos en su actividad, como evidencian sus gestos.
Sus siguientes pasos le llevaron a las citadas escuelas públicas de Hazleton, su ciudad, con el ánimo de reconectar con la infancia y sus hallazgos e invitar a sus espectadores a hacer lo mismo; también fotografiaría a la minoría afroamericana de Lehigh Valley, en situación de miseria; a quienes paseaban en las proximidades del vacío dejado por el atentado de las Torres Gemelas en Nueva York, a refugiados y ex niños soldados llamados a testificar ante la ONU o a ciudadanos franceses de procedencia africana.
Atraída por los rituales ciudadanos que implicaban las elecciones en Estados Unidos, se fijó igualmente en quienes participaban en su organización y, ya en la pasada década, decidió lanzarse a la carretera retratando a desconocidos que encontraba en el camino, entre ellos una Perséfone con smartphone.
Entre las escasas imágenes que ha dedicado a interiores, destacan los de la vivienda de su familia en Rockport; esos espacios nos resultan magnéticos por lo que tienen de reflejo biográfico.
Judth Joy Ross
FUNDACIÓN MAPFRE. SALA RECOLETOS
Paseo de Recoletos, 23
Madrid
Del 24 de septiembre de 2021 al 9 de enero de 2022
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