Si Afal, la agrupación fotográfica almeriense, no fue de por sí un colectivo artístico al uso, dado que no unió a sus miembros ningún manifiesto y cada uno de ellos mantuvo una sensibilidad propia a lo largo de su carrera -optaron por mirar a su entorno con libertad y por mostrarlo a la luz de su propia perspectiva-, es posible que el más independiente de todos fuera Gonzalo Juanes. El resto (Joan Colom, Gabriel Cualladó, Paco Gómez, Ramón Masats, Oriol Maspons, Xavier Miserachs, Paco Ontañón, Leopoldo Pomés, Alberto Schommer, Pérez Siquier, Ricard Terré y Julio Ubiña) defendieron en mayor o menor medida la modernidad, la especifidad de los medios artísticos y la conveniencia de que la creación se sirviera de los lenguajes de su tiempo y llevara al espectador a reflexionar sobre su propia época, proporcionándole imágenes que respondieran a una experiencia directa de la vida, pero él fotografió fundamentalmente por placer aquello que le interesaba y dejando tamizar sus imágenes por los cielos nublados del norte.
El año pasado hizo un siglo de su nacimiento en Gijón, este hace una década de su muerte, y ya podemos visitar, en la Sala Canal de Isabel II de la Comunidad de Madrid, por donde han pasado muchos de aquellos autores, una muestra comisariada por Chema Conesa que incide en la fidelidad -veremos que estricta- que mantuvo hacia su propio gusto y motivaciones: perito industrial en una multinacional (Masats fue el primero en poder vivir de la foto, pero el resto de los citados artistas mantuvieron sus respectivas carreras paralelas en la mayoría de los casos), practicó una obra sin ataduras y ajena a cualquier fin comercial, abierta a sus intereses culturales y a su querencia por el paisaje, y defendió la idea de que las imágenes podían ser fruto de la actividad intelectual de su autor en un tiempo en que, de forma generalizada, se concebían como trabajo ligado a un virtuosismo técnico sin discurso, a una captación de lo real sin que mediara interpretación.
Esa elección de caminos siempre personales, de una voz propia en palabras de Conesa, le llevó a dejar a un lado -y retomar cuando así lo decidió- el omnipresente blanco y negro de los cincuenta para optar por el color, que le permitía capturar con una mayor riqueza de matices las montañas asturianas y sus vecinos, en instantes fugaces de evidente lirismo en muchos casos. En la planta baja de esta sala podremos acercarnos a un pequeño homenaje al Kodachrome: la prensa del momento comenzaba a publicar imágenes en color, por esa mayor amplitud tonal, como medio fundamental de contar la actualidad en un periodo en que la televisión aún no se había, ni mucho menos, generalizado.
El hecho de que no buscase proyección pública, y de que no fuera la de la cámara su profesión, no implica que se considerara Juanes un fotógrafo aficionado: ya en su treintena, en una de las cartas reveladoras a Pérez Siquier que pueden leerse en esta exhibición, afirmaba sentirse un fotógrafo integral: Siento como fotógrafo en todo momento. Hace bastantes años que hago fotografía. Casi nunca me dio por presentarme en salones; he preferido -satisfaciéndome a mí antes que a los demás- seguir caminos que creo más acertados. Esos caminos a los que se refería estaban lejos de los propósitos grandilocuentes, creía en la sencillez y la apariencia modesta de las imágenes.
Este autor llegó a Madrid desde Asturias en 1952, por razón de su oficio de perito, y fue en la capital donde se inició en este arte, en buena medida junto a Gabriel Cualladó, que le proporcionaba libros de fotógrafos internacionales y de la Bauhaus que adquiría en sus viajes; también conoció aquí a su esposa, Isabel Asensio, que aparece en algunas de sus mejores fotografías. Su alejamiento del esteticismo académico lo acercó pronto al mencionado grupo Afal, del que formó parte desde sus inicios en 1956; a este colectivo, sin claro posicionamiento político pero sí propulsor de una fotografía distinta, moderna y abierta a las corrientes internacionales, le debemos en buena medida la aproximación de esta disciplina en nuestro país hacia discursos individuales, más o menos críticos, y en todo caso distantes del lenguaje de lo pintoresco. Escribió Juanes a Pérez Siquier que el subjetivismo es fundamental en el manejo de la objetiva herramienta que es la imagen fotográfica y que lo difícil es manejar la imagen objetiva con personalidad, con talento, subjetivamente, y esto les es dado a muy pocos.
En esa búsqueda de la subjetividad y de una mirada individual, como dijimos, dejó de lado el blanco y negro cuando no logró obtener con él las sutilezas lumínicas que buscaba; cuando lo retomó lo empleó durante pocos años, ya en los noventa y con la colaboración de un profesional que lo ayudaba en las copias finales. Para los paisajes y las gentes de su tierra, y para las imágenes de los años previos a su muerte (una serie que llamó Punto final, y que tiene mucho que ver con esa atención constante a sus inquietudes personales) regresó a la diversidad tonal. Le explicó también sus impresiones en torno al color a Siquier: Pasarme horas a oscuras o lavando cubetas siempre me resultó antipático. Después llegó a serme imposible… Hay que leer, charlar con los amigos, oír música, perder el tiempo… Así que tanteé el color y ví que una buena transparencia proyectada a gran tamaño es un mundo nuevo, atractivo, tanto como puede ser una cartulina entre las manos, y que el proceso completo Kodachrome es lo suficientemente uniforme y fiel para poder utilizarlo como material de trabajo (…) Es preciso educar el sentido del color y de la luz.
Justamente la luminosidad propia del norte, tan distinta a la que conocía el fotógrafo andaluz, tuvo que ver en esos hallazgos (un nuevo cargo profesional lo devolvería a Gijón): Personalmente este cambio me ha sido posible -creo- gracias a la luz del norte. Aquí vivimos gran parte del año sumergidos en un mundo crepuscular… El color me ha permitido profundizar en él, gozar más intensamente de este mundo íntimo, sutil, silencioso, afinar mi sensibilidad…
Tuvo la sensación de que su viraje al color (como vemos, fruto del hondo convencimiento) no interesaba a sus compañeros de Afal, que entendían que el blanco y negro, en línea con el neorrealismo italiano, era más adecuado para mostrar la realidad del momento de forma desnuda. Persistió pese a su sentimiento de aislamiento y llevó a cabo entonces series muy significativas de su región, de la gente corriente y de sus ritos: solía atender a las miradas perdidas, las propias del pensamiento suspendido, los gestos espontáneos… Los instantes que albergaban lo irrepetible sin una voluntad manifiesta de trascendencia ni de autoimportancia, sí de coherencia.
En los días en que regresaba a Madrid, a veces para reencontrarse con sus compañeros, buscaba los chaparrones y los espacios más húmedos (el Retiro, el Jardín Botánico); en aras de la autenticidad, y siguiendo sus inclinaciones, no fotografiaba al sol. Constituye un estupendo testimonio de la juventud acomodada de los sesenta y de sus modos de relacionarse la serie que dedicó a la terraza de un bar en la calle Serrano; la realizó en solo un par de horas, abordando un tema inusual para la fotografía documental de entonces.
No es menor la autenticidad de estos trabajos que la que desprenden los que llevaba a cabo en Asturias, aunque como debió señalarle Pérez Siquier, estos últimos contaban con una luz plateada: Esto es cuestión de raza, o de sensibilidad moldeada por factores geográficos y climáticos, supongo. A los del Cantábrico es la única que verdaderamente nos produce placer íntimo… El sol nos alegra, pero nos fatiga su monotonía.
Salvo por una serie dedicada al célebre descenso del Sella, no encontraremos en esta exposición ni en el conjunto de la producción de Gonzalo Juanes imágenes narrativas, sino fogonazos que hablan de las vidas complejas y efímeras de todos, de un trasfondo melancólico subrayado por esa luz siempre suave; o de la expresividad de los lugares también urbanos (algún modernísimo uso del rojo puede recordarnos al de creaciones de William Eggleston). No hay en sus composiciones nada de contundente, salvo la fuerte identidad personal que ofrecen al contemplarlas en conjunto; las más tardías vienen a sugerir muerte en sus diferentes manifestaciones, pero lo esencial en ellas no deja de ser la mirada: nos referimos a instantáneas del Gijón marcado por la crisis industrial, doblemente gris, y a aquellas en las que da cuenta de su propia agonía, incluso a través de bodegones hospitalarios. El intimismo de estas obras carecía de gancho de cara a terceros, pero no le importaba al procurarle, literalmente, íntima satisfacción.
“Gonzalo Juanes. Una incierta luz”
C/ Santa Engracia, 125
Madrid
Del 28 de mayo al 21 de julio de 2024
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