Hace seis décadas, tras trasladarse de la Alemania del Este a la Occidental en 1961, Gerhard Richter daba sus primeros pasos cuestionando hasta qué punto era posible hacer arte después del nazismo y el Holocausto, asuntos que, en realidad, no ha dejado de abordar hasta hoy. Prefirió destruir algunos de sus lienzos tempranos, a veces titulados Ejecución o Hitler (1962), piezas a las que seguirían, a mediados de esa década y con mejor fortuna material, Tía Marianne, Tío Rudi o Sr. Heyde, que se basaban en fotografías previas y que aludían tanto al pasado alemán como a su historia familiar. En paralelo, empezaría a recopilar testimonios visuales históricos, a veces privados, como fotografías, recortes de periódicos y bocetos, en el que llamó su Atlas, del que no ha dejado de extraer fuentes hasta ahora; de ese archivo forman parte, de nuevo, imágenes de campos de concentración que en los noventa trató de emplear como motivos pictóricos por primera vez, pero descartó la idea.
Por esa razón cuenta con un potente sentido simbólico el proyecto que en 1999 realizó para el vestíbulo de entrada al Reichstag: Black, Red, Gold, una obra elaborada con placas de vidrio esmaltado que deseó que se interpretara como un nuevo comienzo para su país. Una versión de la misma en pequeño formato, concebida para el Bundestag, forma parte de la presentación “Gerhard Richter, 100 Works for Berlín”, que puede verse en la Neue Nationalgalerie hasta septiembre de 2026 y que viene a cerrar un círculo en los estrechísimos lazos entre el creador y Alemania: ese centenar de obras los ha depositado en el centro, en préstamo permanente, la Gerhard Richter Art Foundation; una selección de ellas se muestra ahora por deseo expreso del artista y, en un futuro, con todas ellas se articularán intervenciones curatoriales o artísticas en contextos cambiantes. La citada adaptación de Black, Red, Gold podemos verla junto a otros dos trabajos especulares, algunas ediciones fotográficas de aquel Átlas y la pintura Calavera (1983), que ofrece el aspecto borroso de un óleo aún fresco, técnica y resultados que representan para Richter la posibilidad de evitar la plasmación directa y literal de una instantánea en la tela. Esa preocupación, en el fondo, es igualmente posible encontrarla en sus abstracciones: rechazos frontales a la presentación de motivos identificables -en su fin, que no en su inicio- que viene desarrollando desde 1976, normalmente con tonalidades intensas y en varias capas. Suele aplicar los pigmentos con una escobilla de goma, instrumento que le sirve también para mezclarlos y para raspar parcialmente el soporte.
Las capas de color se abren y las superficies inferiores se transparentan, lo que otorga a la composición resultante una estructura profunda en la que parecen conjugarse azar y precisión, haciéndose visible a su vez el procedimiento creativo. Esos modos de hacer los apreciaremos, asimismo, en trabajos de formato monumental como Strip (2013-2016) o 4900 Colours (2007), este último compuesto por casi doscientos paneles individuales, cada uno de ellos dividido en veinticinco cuadros de color: como Albers, el también investigó los campos cromáticos a partir de esa forma geométrica desde mediados de los sesenta, cuando se encontraba fascinado, casi obsesionado, por las tarjetas de muestra de colores producidas industrialmente, con su perfección suave y su precisión en la reproducción de los tonos y de sus posibilidades de variación. Para Richter, estos cuadrados evocaban exactamente lo opuesto al énfasis emocional, la expresividad o lo sublime, esto es, a las propiedades que, hasta las primeras décadas del siglo XX, se habían considerado propias de la pintura.
Con distribuciones estrictas de los campos cromáticos trabajaría hasta 1974, pero las retomaría más tarde en propuestas como estas, valiéndose del ordenador para dividir los cuadrados en segmentos cada vez más pequeños, estirando ejes y reordenando secciones. Como fruto, podemos contemplar combinaciones de motivos rayados aparentemente encontrados al azar y ordenados caprichosamente por el autor. Supusieron, ambas creaciones, una evolución casi radical de su producción abstracta, una exploración de las posibilidades y límites de la pintura que repetiría, por sendas muy distintas, en 2014, en la serie Birkenau.
En ese caso, su punto de partida fueron cuatro fotografías del propio campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, tomadas en secreto en agosto de 1944 por prisioneros judíos que arriesgaron sus vidas al hacerlas. Muestran tanto terreno del campo como el interior del crematorio quinto, con numerosos cadáveres, y son las únicas imágenes conservadas de estos espacios para el exterminio que proceden de las víctimas. No se publicaron hasta después de la II Guerra Mundial y, en 1967, Richter ya había incluido varias de ellas en su Átlas, pero no sería hasta la aparición de varias de ellas en el ensayo de Georges Didi-Huberman Imágenes a pesar de todo (2008), en las que el filósofo las utilizaba para analizar cómo podría representarse el Holocausto, cuando Richter sintió el impulso de emplearlas en su obra. Transfirió las cuatro escenas con carboncillo y pintura al óleo a lienzos individuales y luego pintó sobre ellas desde parámetros abstractos, de modo que, con cada capa añadida, los motivos originales desaparecieron hasta terminar no siendo visibles para el espectador.
Persigue el alemán que sus creaciones abstractas generen en quien las contempla estados de ánimo de melancolía y meditación, sobre todo cuando se vale de colores negros y grises; al no excluir en un primer momento lo figurativo, se debaten, además, en un espacio entre lo que se muestra y lo que no se muestra, abriendo caminos a la reflexión. En la Neue Nationalgalerie, frente a esta serie se ha dispuesto un gran espejo gris de cuatro partes recordando que, casi desde sus inicios, las pinturas de Richter se acompañaron en sus exhibiciones de esculturas hechas de vidrio y espejos que le permitían ahondar en las fronteras entre lo natural y lo artificialmente creado. Los espejos hacen referencia a una realidad externa y, además, permiten evocar, a un tiempo, el contexto al que alude el proyecto Birkenau y aquel al que pertenece el público que mira, sin perder de vista la noción, también aquí presente, del lienzo como espejo y como ventana.
En último término, esta serie invoca la complejidad de una imagen o una representación, abordando cuestiones esenciales de la pintura que preceden al propio Richter y a nuestra época. Birkenau y las demás piezas de esta exposición subrayan la tensión que pervive entre la abstracción y la figuración, entre la fotografía y la pintura, claves cuyo análisis llevó a un nuevo nivel en la serie Overpainted Photos, que inició en 1986. Se trata de impresiones fotográficas de pequeño formato, a menudo de 10 x 15 centímetros, que el artista extrajo de su propia colección personal: visitas a museos, viajes, paseos, estampas familiares… A pesar de sus pequeñas dimensiones, han jugado un rol importante en su andadura: encarnan las conexiones entre la pintura abstracta y la representación de una imagen fotográfica como ningún otro de sus trabajos; los elementos pintados borran la imagen y la completan a la vez.
“Gerhard Richter. 100 obras para Berlín”
Potsdamer Straße 50
Berlín
Del 1 de abril de 2023 al 30 de septiembre de 2026
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