Puede que los que caminéis por los cuarenta y fueseis aficionados a las transmisiones de patinaje artístico con Paloma del Río recordéis cierto episodio llamativo entre tanta armonía sobre hielo: una patinadora tuvo que abandonar el deporte tras descubrirse su relación con una agresión a su mayor rival. Si os acordáis, podéis olvidarlo viendo Yo, Tonya, una revisión llena de inteligencia y humor negro a la vida de Tonya Harding desde su infancia hasta aquel episodio, cuando tenía poco más de veinte años. Ella queda convertida en heroína a su pesar de una vida que es casi tragedia griega en la que cada vez que, ya desde niña, recibe un aliento, inmediatamente ocurre algo que le hace perder la respiración.
Conjugando fragmentos de falso documental, a partir de entrevistas con los protagonistas, y ficción plena, y enlazando lo personal y lo deportivo hasta convertir ambas facetas en inseparables una de la otra, el director Craig Gillespie nos ofrece la que es, sin duda, su mejor película y a lo mejor uno de los mejores biopics de deportistas que se hayan rodado; toda una sorpresa.
Quienes recuerden a Harding puede que solo lo hagan por el incidente en cuestión, como decimos, pero en el relato la agresión se integra, como pieza de un puzle, en el más complejo de la vida de la patinadora, quien, de niña, padeció muchas necesidades materiales y sobre todo a una madre maltratadora y a un padre ausente; siendo muy joven decidió casarse con un maltratador con pico de oro, y en todo momento tuvo que hacer frente a la discriminación de los jurados, ya a pie de pista, que buscaban que la imagen internacional del patinaje americano fuese una ninfa bella, educada, correcta y con familia intachable. La de Tonya es, en el filme, la historia de una mujer esforzada que solo busca cariño y respeto a su forma de ser y solo recibe, una y otra vez, sin opción a la esperanza, rechazo y golpes; la historia de una superviviente absoluta que termina perdiéndolo todo –menos a sí misma– por rodearse, una y otra vez, casi siempre, de las personas inadecuadas.
No nos sitúa la película ante la deportista violenta y vengativa sino ante la víctima, nunca derrotada, de maltratos continuos. De ahí que plantee al espectador un valiente dilema moral, al atreverse a presentar a una villana pública como fruto, no tanto como espejo, del trato degradante de una cadena de villanos. Pudo ser verdugo, por omisión o incitación, pero también pudo ser víctima: se nos invita a adentrarnos en el pasado del titular y a percibir, de forma muy directa, cómo cierto trato innecesariamente humillante de los medios puede también constituir maltrato.
Los sucesos son graves, la historia de Tonya no es obviamente feliz hasta donde la película narra, pero Gillespie ha conseguido que lo trágico no devore lo vibrante, lo divertido, lo ochentero y la caricatura social, seria e hilarante a la vez. Es complicadísimo, y lo logra sin obsesionarse por contarnos una trama que, por real, pueda resultarnos poco creíble.
Allison Janney ya se ha llevado un Globo de Oro por su interpretación de la madre de Tonya, que nadie quisiéramos tener pero por la que, aún así, en momentos puntuales, sentimos compasión y hasta algo de simpatía (otra incomodidad más) y Margot Robbie sobresale tanto o más como antiheroína inolvidable, fuerte pese a todo. La suya no es una historia fácil de asimilar y la película no refrenda ninguna tesis moral. Ni siquiera la posición que termina adoptando Tonya en el hartazgo: Cada uno tiene su propia verdad y la vida hace lo que le sale de los cojones.