Quizá por no ser un país demasiado proclive a las guerras, no son muy frecuentes los ejemplos de cine bélico danés, pero el año pasado fueron dos las películas con distintas contiendas de fondo que llegaron a los festivales de cine desde allí, las dos tendentes a mostrar la complejidad y los grises de sus protagonistas: Land of mine y A war. La segunda, dirigida por Tobias Lindholm y nominada a Mejor Película de Habla No Inglesa en la última edición de los Óscar, llegó la semana pasada a cines y seduce como solo lo hace el cine que nos coloca ante dilemas morales en los que no hay opción buena y ante héroes caídos intrínsecamente honestos y empáticos y enfrentados a contextos que ponen a prueba su virtud.
Rodada con un tono cercano al del documental y de constante mesura, A War propone una visión coral de la experiencia de la guerra. Se refiere a la de Afganistán, lo que nos acerca en el tiempo a la narración y sus actores, pero los debates morales y los problemas a los que se enfrentan sus personajes, en primera línea, en la retaguardia o esperando a su soldado en el hogar, son seguramente comunes a los de cualquier conflicto.
La originalidad de A War consiste en alternar el relato del comandante, formal y comprensivo, trasladado a Afganistán para, ante todo, garantizar la seguridad de los civiles; el de sus compañeros de rango inferior, jóvenes hasta entonces ajenos a la violencia y vencidos por la ansiedad y la visión de la sangre; y el de su familia (mujer y tres hijos pequeños) en Dinamarca, esperando llamadas que no siempre llegan y haciendo frente -ella, en soledad- al cuidado de unos niños no siempre fáciles cuya añoranza del padre se manifiesta, a veces, como hostilidad al mundo.
Pero el climax de la película llega cuando, en un incidente de guerra común, un enfrentamiento a un grupo de talibanes que acaba de asesinar a una familia, este comandante pide, en defensa de los suyos y cumpliendo el instinto primario de supervivencia, el ataque aéreo a una zona civil, ataque que causa once víctimas, niños incluidos. Esa decisión rápida, tomada desde el deseo de proteger a un soldado herido especialmente débil y desde la pulsión de no morir, le enfrenta a un juicio, en su país, en el que tiene que decidir entre decir la verdad e ir a la cárcel, separándose nuevamente de sus niños, estos sí vivos, o mentir afirmando que identificó al enemigo antes de ordenar el bombardeo, y salvarse y a la vez salvarlos. Libra entonces una nueva batalla consigo mismo, debiendo elegir entre sinceridad y conveniencia, y después otra más en un juicio en el que se ha de absolver o condenar ese impulso primario de sobrevivir y de salvar al compañero.
Pero, y aquí llega seguramente uno de los mayores aciertos de Lindholm, absuelto o culpable por la justicia, el comandante, que no es de los que tienden a la autocomplacencia por más que otros los salven, tendrá que emprender después del juicio el camino para absolverse o no a sí mismo: no podrá evitar acordarse de los pies de niños afganos sin vida al contemplar los de uno de sus hijos dormido y pensará en el escenario hostil que dejó atrás forzosamente cuando oiga una sirena. No sabemos si la absolución finalmente llega.