Si en El amor es extraño, Ira Sachs nos dejaba claro que no necesitaba heroicidades clásicas sino historias cotidianas de paciencia para armar tramas interesantes, en Verano en Brooklyn, que hoy se estrena en cines, vuelve sobre esa idea: la familia, la vecindad, el barrio y las mismas individualidades son mundos lo bastante complejos, profundos y difíciles de descifrar como para obtener un filme con multitud de capas y focos de interés sin rodar más allá de un par de manzanas ni requerir de más personajes que los de dos familias con hijo único muy dispares en cuanto a origen social pero bastante parecidas en sus conflictos tras la puerta.
El protagonista de Verano en Brooklyn es Jake, un chaval de trece años criado en una familia acomodada venida a menos (padre actor y madre psicoterapeuta) que acaba de perder a su abuelo. De este heredan un piso en el multicultural Brooklyn, y allí se mudan desde Manhattan. Mientras Jake no tiene especiales problemas en granjearse la amistad de Tony, su vecino e hijo de la inmigrante chilena que tiene alquilado un local a su familia, para sus padres es algo más difícil mantener la cordialidad con ella a cuenta del dinero: la zona se ha encarecido y pretenden actualizar el precio de ese alquiler.
Mientras los mayores tratan de resolver ese conflicto que apunta a problemáticas variadas y muy actuales como la gentrificación, la desigualdad económica o la crisis que obliga a antiguos ricos a transformar sus formas de vida, Jake y Tony crecen, intentan encontrar su lugar y su vocación y tratan de que su amistad sobreviva a las diferencias entre sus padres. La sensibilidad de uno y de otro tienen poco que ver – aunque ambos tengan intereses creativos (Jake pinta y Tony quiere actuar) – pero ambos parecen dispuestos a defenderse mutuamente sin fisuras con el apasionamiento propio de las amistades de la primera juventud. Que quizá no duran pero pueden marcar, como ocurre aquí.
El retrato de Ira Sachs de ambas familias y de la convivencia entre ambas es humanista en su sencillez: a todos comprende y a ninguno ensalza frente al otro, su grandeza es ser capaz de hacer entender al espectador que ninguno de ellos posee la razón y que cada uno se comporta atendiendo a sus circunstancias, a su pasado y a sus deseos. La luz de Verano en Brooklyn son esos grises venciendo a los blancos y negros, y también sus numerosas referencias a Chejov en forma y fondo: desde las más evidentes, como el trabajo en La gaviota del padre de Jake, hasta las más refinadas, como su apuesta por no apostar, es decir, por no proponernos tesis que sienten cátedra, y su elección de personajes -algunos, burgueses que no están en su mejor momento- en continuo debate consigo mismos, en crecimiento evidente.
Ira Sachs consigue que una historia común poblada por personajes comunes sea extraordinaria en su verosimilitud, por ser profundamente simple y simplemente profunda.