Valor sentimental, la última película de Joachim Trier y la primera después de que presentara hace cuatro años La peor persona del mundo, comienza y termina en una casa: la de la familia Borg. En distintas versiones, la real y la recreada.
Con esa casa, de aspecto convencional y hogareño, decía identificarse de niña Nora, una de las dos jóvenes que se criaron allí; actriz que -seguramente no por casualidad- lleva el nombre de la protagonista de Casa de muñecas de Ibsen (quien abandonó la suya para encontrarse a sí misma). Se preguntaba cómo afectaba al edificio todo lo que en él ocurría; lo imaginaba un organismo vivo, tan vivo que, efectivamente, terminó por agrietarse cuando las relaciones familiares también lo hicieron.
El resto del metraje abundará en esa identificación y en las fisuras que Nora arrastra, apuntando a sus raíces -atadas a esa casa, a un padre cineasta y ausente y a una familia sacudida por la tristeza-; a su presente, solitario e inestable; y, y ésta es una novedad respecto al planteamiento de La peor persona…, a las vías de luz frente a esos pozos sin fondo, que tendrán que ver con la calidez de su hermana pequeña, que quedó menos dañada por el clima familiar, en parte, por la protección de la mayor.
En el arranque de la trama, padre y hermanas vuelven a reunirse, a causa de la muerte de la madre, en esa casa de la que los tres se han marchado, pero que no se ha ido de ninguno de ellos, a su pesar. El pasado no se quita con lejía y Trier nos lo devuelve continuamente mediante elipsis y flashbacks desordenados en lo cronológico, pero bien tirados si atendemos al sentido de la narración y de su mensaje. Lo ocurrido años u horas atrás vuelve a pantalla sin concierto, pero con la misma frescura con la que un recuerdo asoma a la mente. Del campo de concentración a la casa y sus fisuras, pasando por el festival de cine.
Es posible imaginar que si Bergman rodase hoy podría haberse acercado de este modo -incluso con este suave humor negro- a unas relaciones familiares torturadas (rostros que se fusionan, hermanas que son reflejo, un cineasta muy ducho en su oficio y muy poco en la intimidad), aunque más allá de ese fondo temático constante y de algunos planos que denotan familiaridad evidente, jugar al análisis pormenorizado de los ecos no resultaría útil.
Lo que el cine de Trier pone de manifiesto (y también otro cine nórdico reciente, Adorable sin ir más lejos) es que esas inquietudes no han muerto en la pantalla, sino que se han actualizado: las familias continúan deshaciéndose y rehaciéndose, haciéndose daño o reparándose y convirtiéndose en foco de lo peor y de lo mejor, incluso cuando nada demasiado tangible las sostiene. Los personajes de esta película no escapan a la suya por más que lo intenten, y en el intento no encuentran nada parecido a la paz.
Una segunda pata de la película, asociada a las mismas relaciones familiares, pero también con alguna entidad propia, la constituye el propio cine. Nora es actriz, su padre director, ella cree aborrecerlo y desea distanciarse de él también en la profesión, y sin embargo… Incluso ese otro terreno, de libre elección, termina por atarlos. Junto a un taburete y un techo que, como casi todo en esta casa, no son lo que parecen.



