Una quinta portuguesa: la búsqueda de nuestra geografía

13/05/2025

Una quinta portuguesa. Avelina PratHace menos de tres años Avelina Prat sorprendió al embarcarse en la dirección cinematográfica con Vasil, la historia de un arquitecto jubilado y cascarrabias y de un inmigrante búlgaro más que avispado, y muy hábil jugando al ajedrez, que cruzan sus caminos, aportándose mutuamente riquezas inesperadas.

Algunos de los intereses que mostró Prat en esa primera película perviven en la segunda suya, que acaba de llegar a cines, fundamentalmente la atención a los cambios azarosos que la vida puede deparar y a las posibilidades de abrir las puertas a lo desconocido: sea no negándonos a saber más de quien viene de lejos o yéndonos, nosotros mismos, a otro lugar.

La alabada Una quinta portuguesa, el nuevo largometraje de esta cineasta que antes fue arquitecta, y que podemos deducir que sabe mucho de giros de guion, nos sitúa desde el principio ante la disolución silenciosa de una pareja, sin explicitar motivos: Milena regresa desde España a Serbia, su país, sin avisar ni despedirse, y Fernando, un profesor de geografía muy aficionado a los mapas, queda completamente desorientado.

Los motivos de ese viaje abrupto los intuiremos más tarde, pero de entrada Fernando siente la necesidad de emprender otro, sin duración ni destino determinado, que en un primer momento lo conduce a la costa portuguesa en una estación en que el turismo no la inunda. Allí conoce a Manuel, un jardinero extremeño sin ataduras familiares que acude donde su trabajo le llama, que le confiesa su atracción por Portugal… y que fallece inesperadamente junto a su amigo, sin darle tiempo a empezar una taza de café frente al mar.

En ese punto, el personaje de Fernando (uno de los mejores roles de Manolo Solo hasta la fecha) podría haber caído en el bucle del pesimismo de quien parece portar consigo la mala suerte allí donde va. Del gafe. Pero a falta de mejores planes y dejándose llevar por las palabras de Manuel y por otra de sus querencias, las plantas, adopta el que debiera haber sido el oficio de aquel y pone rumbo a la quinta que da título a la película, en el norte lluvioso de Portugal.

Comienza entonces una segunda parte de la trama, y de la vida de Manolo, entre naranjos y perejil y sobre todo dejándose rodear por quienes habitan la finca y trabajan en ella: la heredera Amalia (María de Medeiros) y la cocinera Rita (Rita Cabaço), cuyas relaciones son sencillas, apacibles y sin ningún deje de tensión artificial. Ocasionalmente acompañan a Amalia amigos que conoció durante su juventud en Angola; saben entenderse, porque el regreso a Portugal para ellos no fue demasiado cálido tras el conflicto colonial.

En este punto se introduce en la película cierta idealización, una visión pintoresquista, de la vida rural y del carácter teóricamente portugués (abundando en su melancolía o su romanticismo; en figuras, por lo demás encantadoras, de ladrones que no roban a quienes encuentran muertos y maridos que buscan en los acantilados los fantasmas de sus mujeres fallecidas). Pero no son demasiadas ni demasiado obvias las secuencias en las que esa mirada se alimenta: se hará posible pensar que esta quinta, en el pasado más extensa y poblada de almendras, es el paraíso inesperado en el que Fernando encuentra su sitio, el que responde a sus anhelos de simplicidad en un momento para él complicado y a su carácter templado; quizá no un paraíso universal. Incluso Amalia, la desconocida que le ofrece su amabilidad y respeta su misterio, necesita alejarse de la finca a veces y no regresa en el mejor de los estados.

Tiene la pericia Prat de introducir intriga cuando el rumbo del protagonista parecía asentado (el supuesto retorno a España de su esposa; su trato con esa otra mujer serbia que, como en el caso de Vasil, llega de improviso a su vida), pero también de no dejar que esas tramas tardías tuerzan el camino de Fernando. Irremediablemente ligado ya a un paisaje y a esos amables desconocidos.

 

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