Una pastelería en Tokio

11/11/2015

Una pastelería en Tokio

Tras sumergirse en aguas filosóficas para hablarnos sobre el transcurso de la vida y la aceptación de los duelos en su última película, Naomi Kawase ha regresado este fin de semana a nuestros cines con Una pastelería en Tokio, un cuento igualmente delicado cuyos tres protagonistas, que también pertenecen a generaciones distintas, tratan de llevar la vida que les gustaría y de desempeñar el trabajo que les motiva en contra de las presiones sociales o de su entorno.

Se mantienen los silencios y el aire de nostalgia que son el sello del cine de esta directora, pero, respecto a Aguas tranquilas, Kawase toca tierra para presentarnos a tres solitarios: un pastelero que regenta un pequeño establecimiento de venta de dorayakis, tortitas rellenas de una pasta de judías dulces; una anciana que ha pasado la vida recluida a causa de la lepra y que prepara esa pasta como los ángeles, y una niña tímida que entabla una cercana relación con los dos y que disfruta, no solo de los dorayakis, sino también de su compañía, buscando respuestas, el aprendizaje que no encuentra en una madre que no la escucha.

Los tres forman una familia sin lazos de sangre en un entorno que les pone la zancadilla y al que, sin embargo, son capaces de observar con poesía y de tratar con cariño, sobre todo tras la entrada en escena de la anciana, que les inculca el aprecio por lo artesanal, por lo hecho con lentitud y dedicación, y también el aprecio de la naturaleza y de la escucha: interpreta como saludo el movimiento de las hojas de los árboles mecidas por el viento y no concibe que la pasta de los dorayakis pueda llegar enlatada a la tienda.

Tras la mirada de Kawase, toda persona humilde y modesta, y especialmente ellas, guarda una gran historia que contar, y en Una pastelería en Tokio, como en el resto de su filmografía, esas intranarraciones quedan registradas con el amor y el detalle de la lentitud, prácticamente del tiempo detenido. Otra delicia.

 

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