En Todo está perdonado, la primera película de Mia Hansen-Løve, que se estrenó en 2007, París se proyectaba como el escenario donde quizá podría encauzarse la situación de un matrimonio maduro que se desvanecía en Viena, como si las ciudades ejercieran su influencia sobre las acciones y los estados de ánimo de los personajes. Pero si en Austria el marido, interpretado por Paul Blain, se entregaba con energía a la vida nocturna, en Francia terminaba por enamorarse de una joven drogadicta, distanciándose del todo de su familia.
Es atrevido afirmar que en Una bonita mañana, su última obra todavía en cines, ejerza París, donde la cineasta reside, un efecto benéfico sobre la traductora protagonista (Léa Seydoux, como Sandra), su familia y su amante, pero sí aporta una luz que brilla y envuelve y que, por momentos, tendremos la sensación de que insulta a la gravedad de los problemas que los arrastran. O de que parece restarles drama, contextualizándolos en un plano más amplio en el que, pese a todos los pesares, es primavera y el paso del tiempo, como el sol, terminará convirtiendo las durezas en recuerdos.
La cámara sigue a Seydoux caminando, desde una distancia prudencial, aparentemente despreocupada; nada en su ropa, ni en su actitud, podría distinguirla de cualquiera en una multitud. La veremos adentrarse en un portal del centro, donde tendremos la primera ocasión de descubrir su calma, su paciencia y su temple; los que, a lo mejor, solo conocen bien quienes tienen a varios vulnerables que cuidar y muchos frentes que atender: no puede abrir la puerta de la casa de su padre y este, al otro lado, no sabe dónde se encuentran las llaves ni reconoce, siquiera, la voz que le habla. Con mucha tranquilidad e instrucciones claras de ella, que parece acostumbrada a esa tensión, logra entrar.
Este ejercicio de finísima respuesta reposada a tensiones diversas se mantendrá a lo largo de la trama, como si el día a día de esta mujer, a la vez común y extraordinaria, y puede que cualquier vida, pudiera consistir en recibir una y otra vez con serenidad, más o menos real, más o menos fingida hasta que sea cierta, todos los reveses. Que serán el periplo de este hombre -antiguo profesor, cuya memoria no responde ya- por diversas residencias; su aparente mayor querencia por su última mujer que por su hija, pese a su dedicación; los dolores fingidos de la propia hija de Sandra, en el camino hacia la adolescencia; el ecologismo acomodado de su madre, que lo ejerce más como afición impostada que como compromiso y le cuesta detenciones; o las idas y venidas de su amante, casado, hasta que toma su decisión. No son todas penas de la misma entidad y nada supera el declive del padre anciano, cuyo final parece anticiparse por momentos, porque lo que en la película resulta relevante es la convivencia del drama grande, el pequeño problema y las alegrías puntuales; una esperanza que surge y otra que se pierde en la vida diaria de quien, por su edad, atiende a dos generaciones y trata también de encontrar espacios para ella, sola desde la muerte de su marido cinco años atrás.
Como ocurre en otros filmes de Hansen-Løve, de claros ecos biográficos, y sin ir más lejos en El porvenir (2016), las rupturas y transiciones vitales vienen acompañadas de libros que se trasladan, se pierden: no solo habitan cada casa, podemos tener la sensación de que un hogar no podría serlo sin ellos, y aquí el proceso de recogerlos, de redistribuirlos y recordar las lecturas comunes (siempre buenas) forma parte del duelo.
Por lo demás, no requiere la directora de primeros planos invasivos ni de música que subraye las sensaciones de la protagonista: el rostro de Seydoux hace por sí solo el trabajo de cualquier otro recurso enfático. Y Una bonita mañana finaliza donde empezó, en el transcurso de una rutina cualquiera que no requiere de expectativas ni suspense, porque son esa captación de la cotidianidad y de la luz las que nos dan lo que necesitamos.