Decía Günter Blöcker, conocedor a fondo de la literatura contemporánea europea, que de todos sus autores, James Joyce es el más citado y el menos leído y que mencionar su nombre suele evocar dos conceptos: una gran obscenidad y un monólogo interior sin muchas barreras.
Lo que sí es bien sabido del gran desconocido que es Joyce es que nació en Dublín, en 1882, y que de Irlanda y de sus vivencias extrajo el caudal de material del que se nutre su obra literaria, escrita en varios países europeos en los que podemos decir que, voluntariamente, se exilió. Cultivó los géneros lírico y dramático, pero sus mayores aportaciones las realizó en el terreno de la novela: fue uno de sus maestros indiscutibles… que no de los más accesibles.
Se inició en la escritura con los cuentos que reunió en 1914 bajo el título de Dublineses, estampas de ambientes y problemas de su tierra; después llegaría Retrato de un artista adolescente (1916), con toques autobiográficos, donde aparece ya la figura de Stefhen Dedalus, al que encontraremos de nuevo en su obra más conocida y de la que hemos venido a hablar: Ulises.
Comenzó a ser publicada esta primero como folletín en 1918, en la revista Little Review neoyorquina e, interrumpida su divulgación, sería editada ya como libro en 1922; este año se cumple, por tanto, su centenario. Muy pronto sería prohibida en Estados Unidos e Inglaterra por razones puritanas: en un principio, las autoridades solo vieron en ella un manifiesto obsceno y desvergonzado. Se trata, ante todo, de una narración compleja en la que no es posible encontrar un tema único: propone una experiencia de vocación totalizadora, el repaso a la aventura de cualquier ser humano en la coyuntura peculiar de los inicios del siglo pasado.
Sus protagonistas son el mencionado Dedalus, profesor, y el agente de publicidad Leopold Bloom, pero a partir de ellos no se vertebra lo que podríamos llamar… un argumento, lo que no quiere decir que el texto no se encuentre perfectamente estructurado y plagado de claves de muy variadas interpretaciones posibles. Con un punto de partida doble (la biografía del propio Joyce y la ciudad de Dublín), con todas las implicaciones psicológicas que una y otra llevan consigo, el sentido de la fábula narrativa se complica con diversas referencias.
La primera que llama la atención del lector es la reinterpretación del mito homérico de Ulises: podemos establecer paralelismos entre el héroe griego y Bloom, como hombres errantes que cumplen su regreso, y entre Telémaco y Dedalus, como hijos que acuden al encuentro de sus padres. Más allá de la cultura mítica, introduce Joyce en esta historia alusiones religiosas, críticas a la moralidad establecida, referencias a la literatura británica y los ritos litúrgicos… sometidas a un proceso de objetivación solapada y universal que convierten el suyo en un documento humano universal de los primeros pasos del siglo XX, y aún más, en un secreto (a voces, si conocemos las llaves interpretativas adecuadas).
El tiempo de la novela es limitado: la acción transcurre durante las dieciocho horas siguientes a las ocho de la mañana del 16 de junio de 1904, pero repitiéndose las primeras tres horas atendiendo a las historias de los dos personajes principales y dejando en vacío la hora de las 10 a las 11 (que coincide con el baño de Bloom) y las transcurridas de 6 a 8 (en las que podemos deducir que Leopold hace una visita de pésames).
Se da, por tanto, un contrapunto claro en las distintas acciones protagonizadas por Dedalus y Bloom hasta su encuentro, pero el mecanismo narrativo seguramente más destacado entre los empleados por Joyce es el monólogo interior o corriente de conciencia, cuyas posibilidades expresivas exploró, valga la redundancia, a conciencia.
Cada personaje de Ulises bucea en su interior de modo distinto: Dedalus es un intelectual, un filósofo inclinado a la razón, y somete sus monólogos al esfuerzo de la estructura lógica de los grupos fónicos, del lenguaje articulado aunque no sonoro. El torrente expresivo de Bloom es, sin embargo, un receptáculo de impresiones ciudadanas, un cúmulo de sensaciones, recuerdos, imágenes y emociones. Pero puede que la mejor expresión del monólogo joyciano lo encontremos en el último episodio de la novela: 48 páginas sin puntuación que proyectan el surtidor del pensamiento de Molly Bloom, cuya confesión es la más libre y atrevida de un personaje femenino… puede que en la literatura universal.
El resultado es una quiebra de la línea del tiempo y el espacio que da lugar a una estructuración abierta, frente a los bloques cerrados de la novela decimonónica. También el lenguaje elegido por Joyce tenía mucho de totalizador: aúna el jurídico, el popular, el culto, el religioso, el propiamente literario… bajo la óptica de la seriedad o la burla, la mímesis o la parodia y en la forma de diálogos, manifestaciones líricas, narraciones y descripciones. Buceó en neologismos o argots, en infinitos registros sociales y echó mano de los mecanismos de formación de palabras del inglés hasta conseguir términos que M. Butor llamaba maleta, plenos de significación y sentido.
Más allá, sin embargo, de lengua y estructuras, al terminar de leer Ulises podremos concluir, y ya lo notó Orwell, que Joyce sabía mucho de nosotros aunque nunca hubiese oído nuestro nombre y que en algún punto, más allá de épocas y espacios, algo nos une a él.
Del 12 de enero hasta el 6 de febrero, por cierto, Magüi Mira vuelve a encarnar a Molly Bloom en el Teatro Quique San Francisco (ya lo hizo en los ochenta).