Nunca puedes encontrar un lugar que sea agradable y tranquilo, porque no existe. A veces puedes pensar que sí existe, pero una vez que estas allí alguien se acerca sigilosamente y escribe -jódete- en tus propias narices.
Este año se cumplen cien del nacimiento en Nueva York de J. D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno, una obra que muchos consideran definitoria de toda adolescencia (o, al menos, de las del siglo pasado, las que se padecían sin pantallas entre manos).
Son muy pocas las imágenes que de él tenemos, porque el éxito logrado con esa novela ya desde el mismo año de su publicación (1951) recluyó a este autor en su intimidad, en un silencio que, como suele ocurrir en estos casos, acrecentó la leyenda. Hemingway lo vio venir, antes de que escribiera El guardián: lo conoció en París durante la II Guerra Mundial y alabó su talento infinito.
Pero, decíamos, una vez sembrado el talento (y el escándalo) con esa novela, Salinger se marchó de Nueva York al campo, a Cornish, y allí permaneció hasta su muerte en 2010. En el fondo, siguió el espíritu de Holden Caulfield, que dejó dicho que le gustaría ganar el dinero suficiente para instalarse en alguna cabaña y mantenerse a distancia de conversaciones estúpidas con el personal. Dicho por el adolescente, hecho por el adulto.
Los números nos dan igual (parece que se venden 250.000 ejemplares cada año), pero quizá El guardián sea de esas obras que no han dejado de leerse y no solo de boquilla. Por muy adolescente que sea su protagonista, sus pensamientos aparentemente sin filtro ofrecen más lecturas a un público adulto que a uno en la primera juventud -es interesante comprobar cómo este libro pone a prueba el paso de los años por los lectores- y en cualquier caso refleja la inevitable desubicación juvenil situándola en un periodo complejo: los inicios de la Guerra Fría y los del gran consumo. Caulfield expresaba sin paños calientes sus dudas y críticas sobre la moral adulta y su deseo de vivir a su manera (interpretado por algunos como voluntad de no crecer, por otros, como ansia vital de libertad que no tendríamos que perder).
En el caso de Salinger, ese vivir a su manera se correspondió con mantener su privacidad guardada a cal y canto (decíamos que son pocas las fotografías que de él tenemos y una de ellas lo muestra, ya anciano, dirigiendo su puño a un fotógrafo). La única entrevista que concedió, a The New York Times y en 1974, pasados más de veinte años de la publicación de El guardián, la hizo por teléfono y confesó que la misma paz que encontraba en la soledad y la discreción la hallaba también en el no publicar: prescindía hasta tal punto de la opinión ajena que decidió escribir solo para él. Con todo, tres obras suyas más verían la luz, todas en la primera mitad de los años sesenta: Franny y Zooey, Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción y, por último, Hapworth 16, 1924. El nexo común de la mayor parte de su trabajo son sus protagonistas: como Caulfield, jóvenes, inteligentísimos, intuitivos, preclaros y de difícil encaje social, proclives al suicidio.
Con las debidas distancias, entre Caulfield y Salinger había relaciones íntimas: a los dos los expulsaron de la escuela y no fueron, precisamente, niños dóciles. Salinger, al menos, supo pronto de su vocación literaria: escribió desde la adolescencia y ni siquiera dejó de hacerlo mientras fue combatiente en la II Guerra Mundial, aquella que le acercó a Hemingway. Colaboró con The New Yorker, donde detectaron su valía y donde vieron la luz los primeros fragmentos de El guardián, que no fue la primera aparición literaria de Holden: había quien ya lo conocía por Last Day of the Last Furlough, que se publicó en 1944.
De su vida privada conocimos algo más (probablemente ante su desacuerdo) en 2000 y de la mano de su hija, Margaret, que publicó las memorias tituladas El guardián de sueños mostrándonos a un Salinger tan volcado en su obra (y en su reclusión y en sus sucesivas religiones) como déspota, narciso y machista con su familia.
Un año antes de su muerte, le irritó sobremanera la aparición de una secuela de El guardián que, claro, no había salido de su mano: 60 años después: llegando a través del centeno. Pero fue a juicio y lo ganó, como sigue ganando la mayoría de los juicios emitidos por sus lectores, adolescentes o no.
Algunos os estaréis preguntando en qué se va a traducir el centenario del escritor: son varias las reediciones previstas (se dice que habrá inéditos y sorpresas, pero a falta de confirmación… siempre podemos buscarlo en Alianza), dos películas, de calidad cuestionable, rodean la fecha; también se van a reeditar biografías y la New York Public Library expondrá en octubre sus manuscritos.
Pero quizá el mejor homenaje se lo haga Alianza incorporando en su web este texto junto a cada una de sus portadas: Por expreso deseo del autor, no está permitido que la editorial aporte en su material promocional ningún tipo de texto adicional, información biográfica, cita o reseña relacionados con esta obra. El lector interesado podrá, no obstante, encontrar abundante información al respecto en Internet.