Un siglo de El navegante: la pericia, no solo naviera, de Buster Keaton

06/09/2024

Buster Keaton. El navegante, 1924Que El navegante pudiera llegar a realizarse, hace ahora un siglo, fue una conjunción de fortuna y de la habilidad casi infinita de Buster Keaton, en este filme actor y director junto a Donald Crisp. Tiempo antes de su rodaje, Fred Gabouri, un amigo suyo, había sido contratado para dar con antiguos navíos que ya no se encontraran en servicio y adaptarlos de manera que parecieran prácticamente buques de guerra isabelinos en la película The Sea Hawk (en su versión muda de ese mismo año 1924, a cargo de Frank Lloyd, no en el clásico del cine de piratas más conocido, que se rodó en 1940). Entretanto, el mismo Keaton había dejado de trabajar en un proyecto para el que se necesitaba el uso de un crucero; esa obra abandonada tenía argumento de Jean Havez, que quería unir a dos jóvenes ricos, hombre y mujer, que nunca hubiesen tenido un empleo, bien mimosos e inútiles, en un barco a la deriva, en concreto un buque fantasma en el que no hubiese ni luces ni vapor. Pero tampoco había, para esa historia, barco que utilizar.

En su búsqueda, Gabouri encontró, por fin, un buque abandonado que consideró perfecto para el filme varado de Keaton; se conservan sus palabras: Hace mucho tiempo te dije que te iba a conseguir un barco de verdad. Bien, te he conseguido un barco de verdad. Puedes hacer lo que quieras con él: navegar, quemarlo, hacerlo explotar, hundirlo. Efectivamente, pronto empezaron a trabajar en esa trama que, con esos datos, podríamos considerar que inspiraría El Triángulo de la Tristeza de Ruben Östlund, pero que en los treinta fue con más tino comparada con Tiempos modernos de Chaplin, realizada más de una década más tarde: existen entre ambas piezas paralelismos en su tratamiento de la relación entre el hombre y la máquina (devoradora). En todo caso, a Keaton también le interesaban los vínculos entre los jóvenes atrapados en el mar: Estábamos en plena noche, flotando en el mar, sin saber ninguno de los dos que el otro estaba a bordo. Había muchas discusiones, ¿debíamos ser desconocidos o no? Mi idea era que debíamos conocernos y tener un problema común. Desamparados juntos-o embarcados por el destino, se podría decir- el problema realmente estaría sentado en nuestro regazo. Solo entonces tendríamos un gran problema, no el pequeño problema de quién se casaba con quién, sino el de sobrevivir en un barco abandonado.

Efectivamente, los lazos entre ambos inquilinos de la embarcación acaban siendo sentimentales: antes de verse en las aguas, el personaje de Keaton, Rollo Treadway, decide casarse por capricho, y sin pensárselo demasiado, con el encarnado por Kathryn McGuire, con la vista puesta en su luna de miel. Ella lo rechaza, pero por voluntad del destino los dos acaban compartiendo sin quererlo una suerte de viaje de novios en el que, como es habitual en las películas de este autor, se propician infinitos gags en un espacio limitado; de las estrecheces que ese mismo espacio ofrece, y de los intentos infructuosos de Keaton por adaptarse a las penosas circunstancias, surgen la mayoría de esos instantes cómicos y brillantes, definidos por un manejo muy preciso del tiempo.

Esta pareja hecha de la casualidad, que surca el mar en un barco de guerra del que se espera que naufrague -ellos no lo saben-, se prepara por primera vez un desayuno con sus propias manos, en una cocina de uso casi imposible; hace café con agua de mar, lucha contra las latas de conserva, tiene que usar cubiertos descomunales que rizan más el rizo de su incompetencia y, cuando llega la noche, no les espera el descanso: se ven sobresaltados por la mirada sombría de un capitán en un cuadro; ella lo tira al mar, pero termina enganchándose en un saliente frente a la ventana de él, que sale corriendo asustado. También llega a utilizar un cangrejo como herramienta para reparar la nave cuando unos caníbales la acechan.

Mucho más que una pieza maestra del slapstick en los años en que ese género, el de las comedias de humor físico, vivía una etapa de esplendor, El navegante recaudó más de dos millones de dólares cuando su rodaje solo costó 211.000 (situémonos, repetimos, en 1924). En esa última cifra se incluían 25.000 dólares invertidos en la tripulación, la gasolina y el alquiler del barco, además de esa cara escena submarina de arreglo del aparato, con Keaton vestido de buzo, que se filmó en el lago Tahoe en una época del año en que solo se resistía en sus profundidades escasos minutos. También el cámara, sentado en una campana de buzo construida para la ocasión, tenía que ir pertrechado para el Ártico.

Buster era hábil, no solo a la hora de encontrar financiación para sus películas, también sometiéndose a tormentos varios y no menores con el fin de hacernos reír.

Buster Keaton. El navegante, 1924

 

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