Un asunto de familia: los invisibles de Kore-eda

28/12/2018

Un asunto de familia. Kore-edaEn el cine de Kore-eda, y lo saben bien sus incondicionales, no hay un asunto recurrente, sino un tema casi único: la familia como lugar en el mundo, como espacio emocional al que volver. El suyo es, como el de Ozu o Mizoguchi, el territorio de las emociones.

En Un asunto de familia, el filme con el que obtuvo la Palma de Oro en el último Festival de Cannes, la reflexión sobre los mimbres de un núcleo familiar, sobre lo que nos hermana más allá de la sangre accidental, se conjuga con otra más: la profundización en las formas de vida (y de supervivencia) de los solos, los que se las arreglan con recursos justos; los que, en el fondo, nadie mira por falta de interés o de tiempo: nadie salvo ellos mismos, que generan sus propios clanes de lazos poderosos, suscitados por la propia elección. Clanes en los que, por cierto, siempre hay sitio para uno más y cuyos miembros son, juntos, personas mejores capaces de hacer frente a la desdicha.

En 2019 hará medio siglo que recibió la Espiga de Oro en la Seminci de Valladolid la película que el cineasta reconoce que fue su punto de partida al plantear Un asunto de familia: la conmovedora El muchacho de Nagisa Oshima, una obra de carácter casi documental que mostraba a una pareja de delincuentes sirviéndose de su propio hijo para mantenerse, obteniendo dinero al fingir, chantajeando a conductores, que había sido atropellado hasta que, efectivamente, el niño muere.

Fue su punto de partida pero, como era de esperar, en la película de Kore-eda no cabe ese grado de deshumanización: en esta familia creada a partir de la casualidad, las afinidades y el infortunio -quizá también, en buena medida, del miedo atávico a la soledad-, se enseña a hurtar pero también a amar y los pequeños robos solo se cometen cuando no ponen en riesgo la economía del dueño. Sus miembros, que como tal familia se llaman y responden en edad a su estructura, viven en condiciones de miseria, pero sus personalidades y sus relaciones escapan a cualquier noción de lo miserable: entre ellos, economías al margen, es fácil que el espectador tenga la sensación de que vale la pena vivir, de que no se será juzgado. Los buenos sentimientos, más que la lógica y el respeto a las leyes, están en el germen de sus decisiones y de su unión misma.

El grupo representa, sin duda, además de la incertidumbre y la fragilidad como constantes vitales, una encarnación de las creencias humanistas del director, que invita a repensar, como hiciera en De tal padre, tal hijo, qué nos lleva a considerar al otro familia nuestra y qué respuesta, como individuos y como sociedad, podemos ofrecer a las formadas, por unas u otras razones, más allá del parentesco. Como en el resto de su cine, su mirada nos conduce una y otra vez a fijarnos en las vivencias y sentimientos infantiles, y en este caso, sobre todo, en sus necesidades emocionales y en los espacios, los contextos vitales, en los que realmente pueden cubrirlas. Quizá sea esta la obra de Kore-eda en la que, de forma más clara, conviven belleza y denuncia social, manejada en el terreno más de la ética que de la política: encontramos más preguntas -desafíos- que respuestas.

 

 

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