Tres anuncios en las afueras: morderse la furia

17/01/2018

Tres anuncios en las afueras. Martin McDonaghVeinte años después de Fargo, Frances McDormand regresa a la América interior con el mismo afán justiciero pero con expresión menos dulce y Martin McDonagh vuelve a conjugar la violencia y lo grotesco en un filme en el que, no obstante, modula la primera para trazar más fino, para llegar a crear personajes complejos que evolucionan y dan de sí más de lo esperado en los comienzos y lograr hacer desbordar humanidad a iniciales mequetrefes que parecen tener menos conciencia que un trozo de carne.

Lo plantea algún personaje de la película: algo tiene Tres anuncios en las afueras de tragedia griega en la que un destino inapelable y sangriento parece marcar sin remedio las vidas de todos, pero finalmente incluso al destino le juegan una mala pasada y resulta que existe la posibilidad de redimirse y hasta de cambiar un poco, aunque para que se obre el milagro hagan falta un par de víctimas sacrificiales.

McDormand interpreta a Mildred Hayes, una mujer que vive junto a su hijo en una pequeña ciudad del Medio Oeste después de que su marido la haya dejado por una chiquilla de diecinueve años sin muchas luces y de que su hija de, más o menos, la misma edad, haya sido raptada, violada y asesinada en un crimen que lleva meses sin resolverse.

No tiene edad ni ganas de no decir lo que piensa ni de andarse con chiquitas, así que, desesperada por lo que entiende como ineptitud de un cuerpo policial que dedica más tiempo a hostigar a negros y chicos con monopatín que a resolver su caso, decide alquilar tres vallas publicitarias de una carretera del extrarradio –aquella en la que se encontró el cadáver de su hija– para meter algo de prisa y pedir arrestos. Lo hace sabiendo que el jefe de la policía local atraviesa un cáncer grave, que pone el dedo en muchas llagas y que en el contexto de su ciudad los anuncios se convertirán en un escándalo que puede volverse en su contra y en la de los suyos. Pero lo hace.

El fresco de la sociedad de la ciudad que McDonagh nos presenta tiene evidentes lecturas actuales: salvo el bienintencionado y profesional sheriff Willoughby, la mayor parte de la comunidad responde a los patrones que asociamos, con más o menos fortuna, a los votantes de Trump: pacatos, racistas y de pensamiento simple; figuras esquemáticas y seguramente frustradas. Como decíamos, es fácil pensar en un maniqueísmo llevado al extremo en los primeros compases, pero… hay tenemos la ternura y bondad intrínsecas de un Peter Dinklage que hace el bien sin mirar a quién, al joven publicista difícil de amedrentar defendiendo la libertad de Mildred, y generoso incluso con su agresor, y al agente absolutamente cafre (Sam Rockwell), al que transforman –y parecía un milagro– unos pocos elogios, algo de confianza y un despido.

Tres anuncios en las afueras. Martin McDonagh

Las vidas de unos y otros se van entrecruzando más a menudo de lo que desearían en un marasmo de rabias, culpabilidades y buenos sentimientos que más de una vez apunta rasgos sociales contemporáneos e inquietantes por lo comunes: entornos en los que todos llegan a desconfiar de todos, no saben canalizar sus frustraciones, no encuentran calidez ni en la familia y quedó enterrada la capacidad de sobrellevar el sufrimiento y la culpabilidad. No hay detalles en la trama –comenzando por los últimos días del sheriff y sus escenas familiares– dejados al azar (de hecho, entre los Globos de Oro que se ha llevado Tres anuncios en las afueras, figura el de Mejor Guion).

La música y la fotografía acompañan sin eclipsar y, como podíamos esperar, la interpretación de McDormand es, otra vez, deslumbrante en este personaje directo y rudo, suavemente sentimental, con el que es muy fácil empatizar pese, o por, su instinto difícil de domar.

Hay algo paradójico en que los giros de la trama nos resulten improbables y encontremos cierto horror vacui en una saturación de desgracias… pero, con todo, el conjunto resulte creíble: qué puede haber más cierto que un caos vital desbordándose y un cabreo que crece día a día hasta que no le queda otra que diluirse sin que se hayan resuelto las causas que lo provocaron.

 

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