Tómese un viejo castillo medio en ruinas: ecos españoles en la explosión de la novela gótica

19/10/2021

Corría 1795 cuando un joven inglés de solo veinte años, Matthew Gregory Lewis, al que se apodaba Monje Lewis, publicó el libro al que se debe aquel alias: El monje. Se había educado en Alemania, de la cultura germana aprendió mucho y abordó el terror en formas más violentas de las que hasta entonces se habían conocido; la suya fue una obra maestra de la pesadilla.

Narraba la historia de un monje español, Ambrosio (antes el Marqués de Sade también se había inspirado en nuestro país en Rodrigo o la torre encantada). Este religioso se vio arrastrado desde la cultivada virtud a la maldad por un demonio con forma de doncella, llamada Matilda. Tras empujarlo el diablo a mil fechorías y conducirlo a un lugar solitario, le hizo saber, burlonamente, que le había vendido en vano su alma porque se acercaba el perdón; después le recordó la lista de horrendos crímenes que, por su mediación, había cometido y arrojó su cuerpo a un precipicio, condenándose su alma a la perdición eterna.

Henry William Pickersgill. Matthew Gregory Lewis, 1809
Henry William Pickersgill. Matthew Gregory Lewis, 1809

Las descripciones de la novela resultan estremecedoras, sobre todo las del encantamiento de las criptas situadas bajo el cementerio del convento de Ambrosio y el incendio del edificio, con el final del abad desdichado. También contiene el texto subtramas de gran potencia, como la del encuentro del marqués de las Cisternas con su antepasada la Monja Sangrienta, pero, leído de un tirón, puede resultar inconexo y demasiado extenso. Al menos no cayó Lewis, eso sí, en el exceso de tratar de dotar de explicaciones lógicas a las imágenes fantasmales; además, al fin y al cabo, a él le debemos una importante ampliación de las fronteras de la novela gótica hasta entonces, superando la imaginación de Ann Radcliffe.

Al margen de aquella obra, el británico escribió el más temprano drama El espectro del castillo (1789) y varios relatos: Tales of Terror o Tales of Wonder. En aquella época, en realidad, las historias negras aparecieron con tal abundancia en Alemania y el Reino Unido que la mayoría eran descalificadas por repetitivas y risibles, especialmente por los críticos burgueses. Como recoge Luis Martínez de Mingo en Miedo y literatura, un periodista de entonces llegó a publicar, en 1798, una lista de premisas para formular un relato de este género:
Tómese un viejo castillo medio en ruinas.
Un largo corredor lleno de puertas, varias de las cuales tienen que ser secretas.
Tres cadáveres aún con sangre.
Tres esqueletos bien empaquetados.
Una vieja ahorcada, con varias puñaladas en el pecho.
Ladrones y bandadas a discreción.
Una dosis suficiente de susurros, gemidos ahogados y horrísonos estruendos.
Mézclese, agítese y escríbase.
El cuento está listo.

En su Abadía de Northanger, Jane Austen también satirizó la novela negra, pero podemos pensar que impulsó que se escribieran más. Cuando parecía que esta corriente iba a claudicar por agotamiento, apareció sin embargo el mejor canto del cisne para esa supuesta decadencia: Melmoth the Wanderer (1820), de Charles Robert Maturin, un clérigo inglés de personalidad excéntrica. Se trataba de la historia de un caballero irlandés que, en el siglo XVII, había vendido (otra vez) su alma al diablo a cambio de una vida más larga; enlaza este texto con relatos bien conocidos de Christopher Marlowe, y desde luego de Calderón de la Barca y Goethe, quien en aquella misma época daba forma a su Fausto, concluido en 1831.

Si aquel caballero hubiera podido convencer a otro de que aceptase el trato en su lugar hubiese podido salvarse, pero por más que acudió a hombres desesperados y espíritus perdidos, no lo consiguió. El valor de esta historia tiene que ver con el conocimiento de la naturaleza humana de Maturin; también hábil al generar miedo; además, la expresión estética del texto hace de él un documento de época. El miedo había saltado aquí del terreno de las convenciones para convertirse en una nube espesa que era el destino irremediable de la humanidad.

El genio de este relato inspiraría a Balzac, quien llegó a situar esta obra a la altura del Don Juan de Molière, el citado Fausto o el Manfredo de Lord Byron y escribió un texto, Melmoth reconcilié, en el que aquel caballero sí lograba deshacerse de su trato demoniaco para pasárselo a un banquero descuidado de París. Se encadenan en adelante las víctimas, siendo la última un escribiente que muere en una casa de citas.

Tuvo Maturin más admiradores: Walter Scott, Rosetti, Thackeray, Baudelaire… y es de suponer que Oscar Wilde, porque en sus últimos días, tras la condena y el exilio, se hizo llamar Sebastián Melmoth.

Ni siquiera hoy muchas escenas de esta obra han perdido sugerencias terroríficas: comienza la narración en un lecho de muerte, donde un ávaro expira ante el miedo que una visión le produce; también tras leer un manuscrito ahora oculto y ver un retrato. Cuando llega su sobrino, John, se da cuenta de que en la pintura los ojos del retratado resplandecen espantosamente y, en dos ocasiones, una figura como la del lienzo aparece en la puerta. Se trata de J. Melmoth y la obra data de 1646, pero el ávaro asegura que, en 1800, aún sigue vivo.

Cuando finalmente el hombre muere, su sobrino queda encargado de destruir retrato y manuscrito. Al hallarlo y leerlo, se entera de un horrible suceso acaecido aquí en España en 1677: un compatriota llamado Staton ha matado a un malvado sacerdote, hecho por el que ha sido encarcelado. En prisión se presenta Melmoth el Errabundo, quien le ofrece la libertad a cambio de asumir su deuda con el demonio.

Más tarde, John es visitado por un náufrago español, Alonso de Moncada, que ha escapado a la Inquisición y pudo resistir las tentaciones de Melmoth en las horas más duras. Por último, se aparece este mismo a ambos, desvanecido ya el brillo en su mirada tras siglo y medio de existencia y se encierra en una habitación de la que, después de oírse horribles aullidos, desaparece, dejando solo pisadas de barro que se dirigen a un acantilado.

Maturin y Lewis, en fin, forman parte de una larga lista de autores que se dejaron inspirar por España. Fue el caso también de Jacques Cazotte y El diablo enamorado y el conde polaco Jan Potocki y su Manuscrito centrado en Zaragoza; este último se publicó primero en dos partes (1804 y 1805), en San Petersburgo, y después en París en 1813: puede, de hecho, considerarse obra francesa porque este escritor escribió toda su obra en francés y porque, desde Todorov hasta Domínguez Leiva, pasando por Julio Caro Baroja, se le ha vinculado a Voltaire y la Ilustración. Después llegarían Sade y Poe, claro.

En Melmoth, el hechizo por nuestro país tiene que ver con la Inquisición, pero la misma idea del manuscrito escondido (El Quijote) y las descripciones de Valencia, Madrid o el supuesto Palacio de Moncada sí tratan de acercarse mucho a nuestra idiosincrasia. La historia, en cualquier caso, engancha al lector por la vía de las maldades.

Retrato de Charles Robert Maturin, 1819
Retrato de Charles Robert Maturin, 1819

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