Cáit tiene nueve años y ocupa una posición, indeterminada pero probablemente intermedia, entre las numerosas hijas de una familia irlandesa muy humilde. Comienzan los años ochenta, su padre no es lo que se dice un tipo esforzado (sí infiel y envidioso) y la vida de su madre transcurre entre embarazos, interminables labores domésticas y el ajuste de una economía familiar al borde del precipicio; en ese contexto, las niñas son tratadas más como bocas que alimentar que como personas con necesidades también emocionales que cubrir, y del todo dependientes. Por eso el inicio de esta película da la clave de ese trato recibido y del sentimiento de la pequeña: ella, the quiet girl, se funde con el campo donde vive tumbándose cerca de un arroyo, hasta el punto de que apenas se distingue su vestido del paisaje.
También anticipa, el inicio de la película de Colm Bairéad, su estilo en adelante: la estetización de la tristeza, de las circunstancias graves; la expresión de sentimientos a través de los detalles y, como veremos paulatinamente en el desarrollo del filme, de un uso de la luz que responde del todo a las atmósferas ligeras o tensas de las que dota a cada lugar. La propia candidez de la niña, tímida, noble y que apenas se expresa, la convierte en una especie de flor de la guerra, en la que parece una belleza amenazada por mil hostilidades en un entorno vulgar que no la deja crecer; confiar en sí misma lo suficiente para leer sin trabarse, superar vergüenzas. El suyo resulta un personaje dickensiano, tan modesto como heroico, necesitado de estímulos que lo conduzcan hacia un lugar acorde a la belleza que guarda.
Quizá por esa invisibilidad entre sus hermanas, o por un destello de lucidez materno, es ella la enviada a casa de una tía lejana en el campo, para pasar el verano pero también para aliviar las cargas de una familia a punto de alumbrar un nuevo miembro. Y esa será la ocasión necesaria para que descubra voces que le hablan solo a ella y con dulzura, manos que la peinan, labores que asumir y por las que sentirse valiosa, juegos y no solo obligaciones: una luz nueva. También entenderá que la bondad fundamental del matrimonio que la cuida como si fuera una hija propia no difiere solo de la precariedad moral de sus propios padres (de su propio padre, especialmente), sino también de la de otros tantos con la sensibilidad en la punta de los pies y la lengua afilada; que la cualidad existe pero no se repartió universalmente. En todo caso, los cuidados obran en ella el cambio, que intuiremos frágil cuando las vacaciones se acaban.
No es muy descabellado pensar que el título de esta película puede suponer un guiño a John Ford: The Quiet Man era una historia también irlandesa, en la que las ventanas y puertas desempeñaban, como aquí, un rol metafórico como accesos a mundos diferentes y el Innisfree que idealizaba Sean Thornton bien podría ser en The Quiet Girl el campo en torno a esa pequeña mansión veraniega, con su carácter bucólico y sus peligros: estanques de los que beber, sin filtros, agua clara y en los que también es posible hundirse. Las referencias no irían mucho más allá, pero es interesante apreciar los momentos previos a la llegada de la niña a este lado bueno del mundo: un largo viaje en el que Cáit apenas cruza palabra con su padre, temerosa, y en el que la luz del sol va abriéndose camino entre los árboles hasta casi cegarla cuando tiene que salir del coche y ya no le esperarán habitaciones tétricas.
El desafío de la película pudo ser conjugar ese tratamiento estético, por momentos muy refinado, con la transmisión de la herida del abandono en la protagonista y también del dolor de la pareja que la acoge, que arrastra sus propias pérdidas: el silencio y la expresión de la joven (Catherine Clinch), un prodigio de gestualidad muy contenida, dan a entender lo que no se puede contar, los abismos de quienes no tienen edad ni caminos para manejarlos. Como en otras tramas, el regreso al hogar no será en este caso la vuelta a la calidez, sino un retorno a lo inhóspito tristemente inevitable; la de Cáit es una historia sencilla, pero apunta a muchas complejidades, las que pesan en las familias a las que no se desea volver, sino de las que es imposible escapar.
Si The Quiet Girl opta al Óscar a la Mejor Película Internacional en la próxima edición de los premios, una de las obras nominadas a Mejor Documental es la danesa Una casa hecha de astillas, que muestra el panorama dificilísimo en una institución dedicada al cuidado de niños de familias desestructuradas en el este de Ucrania, donde la guerra ha azuzado una crisis económica previa que a su vez ha alimentado dramas personales, problemas de alcoholismo y orfandades. Los niños supervivientes pasan por este “hogar especial” como paso previo a su ingreso en el orfanato o a su adopción, si no se logra que la situación de sus padres se estabilice, y manifiestan una conciencia heladora de ese abandono.