Hace un par de años llegaba a cines Holy Spider, filme dirigido por el director iraní asentado en Dinamarca Ali Abbasi en el que se investigaban, desde un enfoque de thriller, una serie de feminicidios en el Teherán de hace dos décadas. Su actriz principal era Zar Amir-Ebrahimi, que tiempo antes había tenido que huir también de Irán -en el plano muy real- tras la difusión no consentida de un vídeo íntimo y antes de ser condenada a diez años de prisión y un centenar de latigazos; a ella la encontramos ahora, como actriz, y como directora junto al israelí Guy Nattiv, en Tatami, una obra a medio camino entre la denuncia política y, de nuevo, el thriller en el que Arienne Mandi y esta intérprete dan vida a una judoka y su entrenadora presionadas por las autoridades iraníes para dejar de competir en un Campeonato Mundial cuando se maneja la circunstancia de que acaben jugándose el oro con la representante de Israel.
Merece la pena recalcar la diversidad de perspectivas alcanzadas por el cine político reciente de autores iraníes desde dentro y desde fuera de su país, y ligadas a las circunstancias en que se ven obligados a rodar: si Jafar Panahi, en ocasiones desde el arresto domiciliario, ha retratado las miserias y vejaciones cotidianas derivadas de la falta de libertad y que afectan a la gente común, acercándose a los procedimientos propios del documental; Asghar Farhadi tiende a situar a sus personajes ante destinos amargos de los que no pueden escapar; y el mencionado Abbasi, que ha trabajado siempre en Europa tras formarse en Copenhague, ha llevado su cine de denuncia no solo a asuntos iraníes (Holy Spider), sino también a la América de Trump (The apprentice) o a la deshumanización de las aduanas (Border), en ese caso en Suecia. Podemos citar, asimismo, a Mohammad Rasoulof, una y otra vez acechado y condenado por la justicia iraní y responsable de las excelentes La vida de los demás y Un hombre íntegro.
Regresando a Tatami, no es evidentemente casual, por su contenido, esa doble dirección iraní e israelí, ni tampoco el hecho de que el peso interpretativo y de la trama recaiga en el mano a mano de dos mujeres, Mandi y Amir-Ebrahimi (Leila y Maryam), en un principio bien avenidas en pos del éxito, pese a la rigidez de la entrenadora, hasta que comienzan a llegar las instrucciones de que la deportista finja una lesión para retirarse cuando se encuentra en su mejor momento y encadena, con mucho esfuerzo, victorias. Esas instrucciones se acompañan de amenazas a las familias de ambas, en Irán, y crecerán en intensidad y métodos sucios, tanto que harán casi imposible la concentración de la judoka, aunque finalmente la relación entre las dos se recomponga, cuando se hagan conscientes de que están sometidas a las mismas circunstancias, de que el personaje encarnado por Amir-Ebrahimi padeció jugadas parecidas mientras estaba en activo y de que la vía de escape para ambas tendrá que ser idéntica, y no pasará por su regreso a casa.
Filmada en blanco y negro, una estética que acaba subrayando la épica de sus logros y de sus elecciones en ese laberinto asfixiante en que se convierte un pabellón situado en Tbilisi, esta película se inspira en los casos de dos deportistas iraníes que podrían ser los de muchas más: el de una boxeadora, Sadaf Khadem, que tuvo que exiliarse de Irán por competir sin yihab, y el de la judoka Saeid Mollaei, ella sí obligada a apartarse de un Mundial, el de Tokio de 2019, ante la posibilidad no concreta de tener que enfrentarse a la representante israelí. Merece una reflexión el rol, apuntado en la película, de los organismos internacionales, obligados teóricamente a proteger a las atletas, pero con escasos recursos y protocolos de actuación previstos para hacerlo: en Tatami todo lugar que rodea a estas esteras es escenario posible de intimidaciones, violentas por más que sean verbales.
La tensión propia de la competición y la derivada de esos tejemanejes políticos se entrecruzan en esta obra, que mantiene al espectador en vilo ante las dudas de las protagonistas y las presiones crecientes a las que se les somete; su dilema entre la seguridad de su familia y la vuelta a lo conocido o la libertad convierte a las mujeres iraníes a las que ellas simbolizan en heroínas que solo aparecen brevemente en los periódicos y que terminan compitiendo en el equipo de refugiados.