Stravinsky, el emblema moderno que nació de todas las tradiciones

08/09/2021

Este año se cumplen cincuenta desde el fallecimiento de Igor Stravinsky, quien inició su trayectoria casi como músico nacionalista ruso y se convirtió paulatinamente en un compositor cosmopolita que supo crear una voz propia a partir de rasgos de la tradición rusa y subvirtiendo el compás mediante silencios y acentos impredecibles o rápidos cambios, frecuentes ostinati, la yuxtaposición de bloques estáticos de sonido, las interrupciones… Forjó esa voluntad disruptiva hacia 1918, en su periodo ruso, y la mantuvo posteriormente; de hecho, gracias a él, algunos elementos de la música rusa pasaron a formar parte de prácticas musicales contemporáneas más allá de ese país, a veces colectivas.

Sus obras más conocidas las firmó en este periodo ruso, el primero en su carrera: es el caso de los ballets El pájaro de fuego (1910), Petrushka (1910-1911) y La consagración de la primavera (1911-1913), todos elaborados por encargo de Diaghilev para los Ballets rusos de París.

Stravinsky, el emblema moderno que nació de todas las tradiciones

El pájaro de fuego, como es sabido, se basa en cuentos del folclore ruso y se nutre de la tradición nacionalista de ese país y sobre todo del exotismo de Rimsky-Korsakov. En esta obra, los humanos se identifican con música diatónica y las criaturas y espacios sobrenaturales, con ámbitos octatónicos o cromáticos, en la línea de Rimsky, que por cierto le había dado clases particulares de composición y orquestación.

Ya en Petrushka introdujo algunas de las notas estilísticas que después identificaremos propiamente con él. La primera escena de este ballet nos lleva a una feria en San Petersburgo, en la última semana de la temporada de carnaval. Encontramos aquí sus bloques característicos de armonía estática junto a esquemas repetitivos melódicos y rítmicos y cambios abruptos entre esos bloques; a cada grupo de bailarines se le asigna una música concreta. Acontecimientos musicales sin conexión evidente se interrumpen entre sí sin transición para regresar después repentinamente, generando una yuxtaposición brusca de texturas diversas que algunos han comparado con el cubismo de Picasso. Esas interrupciones y yuxtaposiciones, que Stravinsky tomó a su vez de Musorgsky y Korsakov, se vinculan aquí a las yuxtaposiciones visuales del ballet.

La atmósfera rusa y popular de los carnavales se intensifica a lo largo de la pieza, aunque el compositor tomó y reelaboró, además de varias tonadas folclóricas de su país, valses austriacos y una canción popular francesa. En lugar de limar las asperezas de esos elementos diversos, preservó su contexto y potenció las diferencias entre estilos para hacer cada bloque de sonido lo más distinto que se pudiera.

Su estilo característico cristalizó en La consagración de la primavera; el tema era aún ruso, pero se trataba ahora de un imaginario ritual de fertilidad, situado en la Rusia prehistórica, durante el que una adolescente es elegida para ser sacrificada y debe bailar hasta morir. Si bien tomó nuevamente melodías del folclore, tanto la coreografía como la escenografía y la música se distinguían por su primitivismo, por lo que tienen de representación deliberada de lo elemental y crudo, dejando a un lado lo sofisticado de la vida moderna o de la formación estética. El público se indignó, seguramente por eso, hondamente en su estreno y organizó un escándalo considerable; sobra decir que esta es hoy una de las piezas más interpretadas de Stravinsky, si bien más como concierto que como ballet; fue este el que más epató a los espectadores.

Las características de su idioma maduro pueden oírse en la primera escena, la Danza de los adolescentes: pese a la división irregular de sus compases, cada pulso de los dos primeros se interpreta con la misma energía, cuestionando la jerarquía de las partes fuertes y débiles del compás, inherente a las reglas de la métrica musical. Más adelante, los acordes acentuados doblados por ocho trompas crean un esquema impredecible de acentos que elimina cualquier sensación de regularidad; sin embargo, aunque el oyente se vea desorientado en lo rítmico, la música está inteligentemente concebida para el ballet, el pasaje cuenta con un periodo de ocho compases y los bailarines pueden contar frases de cuatro. La reducción del compás a mera pulsación fue, de hecho, el elemento que mejor transmitía esa sensación buscada de ancestralidad.

Además, en la danza final, la Danza sagrada, se adoptan dos nuevas estrategias para reducir el compás a la pulsación: los cambios de los primeros con rapidez y una alternancia impredecible de silencios y notas. En general, en toda la obra no encontramos ningún desarrollo de motivos o temas como comúnmente se entendía, sino repeticiones y variaciones inesperadas.

 

La mayor parte de las disonancias en la música de Stravinsky se basaban en escalas propias de la música clásica rusa, como la diatónica y la octatónica, y el músico identificó muchas veces una idea musical con un timbre específico; además, su preferencia por los timbres secos, en lugar de por sonidos exuberantes, se refleja en el empleo de los instrumentos. Se hace evidente en el staccato de los acordes de las cuerdas, tocadas con el arco al revés para crear acentos regulares y separaciones naturales, en el pizzicato de los violonchelos y el staccato del corno inglés y los fagots.

Desarrolladas esas técnicas, continuó utilizándolas durante toda su carrera, aunque durante la I Guerra Mundial la economía le obligó a dejar de lado las grandes orquestas de sus primeros ballets en favor de grupos instrumentales más reducidos que acompañasen sus piezas escénicas. Tras la contienda y la Revolución bolchevique, comenzaría a distanciarse de los tópicos rusos pese a mantener los rasgos adquiridos en su formación en su país.

Ya en 1919, Diaghilev le pidió que orquestara algunas piezas de Pergolesi, un compositor del siglo XVIII, para acompañar un nuevo ballet, Pulcinella. Stravinsky volvió a hacer uso de sus rasgos estilísticos característicos y reelaboró un buen número de piezas de modo que retuvieran la música del autor del siglo XVIII pero sonaran, sobre todo, a él mismo. Fue un reto, al que se refirió como “un descubrimiento del pasado, la epifanía a través de la cual la totalidad de mi obra tardía se hizo posible”. Al año siguiente, terminó las Sinfonías para instrumentos de viento, en las que aplicó métodos de La consagración de la primavera a una composición del todo abstracta.

Arrancaba así su periodo neoclásico, que pervivió hasta 1951 y que supuso su distanciamiento de la música folclórica rusa y su acercamiento a la culta occidental, que manejó a menudo en forma de citas o alusiones. Aquella evolución le fue útil, porque en Occidente comenzaba a apagarse la atracción por el nacionalismo ruso (sobre todo después de que Francia y Rusia rompiesen lazos tras la Revolución) y porque, en clave técnica, las referencias a la música occidental apenas diferían de las cultivadas en la época anterior, por lo que no requirieron una revisión a fondo de sí mismo.

Sus nuevas inquietudes y sus continuidades con su producción anterior se hacen evidentes en la Sinfonía de los salmos (1930), para coro mixto y orquesta, sobre salmos de la Vulgata. Explicó Stravinsky que usó el latín porque el lenguaje ritual le concedía plena libertad de concentrarse en sus cualidades fonéticas, pero su aparición también se hace eco de la larga tradición de textos latinos en la música sacra occidental. Los rasgos barrocos incluyen un movimiento casi perpetuo, los frecuentes ostinati y la fuga del todo desarrollada en el segundo movimiento.

Tras la muerte de Schönberg en 1951, los métodos dodecafónicos de los que fue pionero se convirtieron en pasado, al igual que la forma sonata. Los compositores jóvenes extendieron sus principios a series de parámetros distintos de los tonos, como el ritmo; esa música basada en series no era ya solo dodecafónica y fue conocida como música serial.

Buscando abarcar una corriente más de la tradición clásica y también mantenerse al día, un Stravinsky casi anciano adaptó esas técnicas seriales en su obra desde 1953; lo vemos en In memoriam Dylan Thomas, un ciclo de canciones; Threni, para voces y orquesta, sobre texto de las Lamentaciones de Jeremías y Movimientos, para piano y orquesta. Todas ellas muestran su lenguaje habitual de bloques yuxtapuestos, compases trastocados, etc, aunque el contenido tonal es cada vez más cromático.

Su particular genialidad residió en hallar marcas estilísticas derivadas de las fuentes rusas, aunque muy personales, que resultaron ser tan reconocibles y adaptables que podían aludir a cualquier estilo. Apoyándose en todo tipo de música, desde la más antigua a la serial de su tiempo, reivindicó como suya la tradición en su conjunto.

 

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